Jueves, 27 de enero de 2011 | Hoy
Por Ariel Zappa.
Hace unos meses atrás leí en el periódico local el obituario que reflejaba la muerte del señor Alfredo Itacloib, uno de los últimos verdugos de la Unidad Penitenciaria de la ciudad de Rosario. Si bien no le caía en gracia ese mote, nunca le escuché decir palabra alguna a modo de respuesta o desagravio. Como sucedía la mayoría de las veces, se llamaba a silencio.
El señor Itacloib era un hombre íntegro, de una sola pieza y mentiría si dijese que, una sola vez, le escuché jactarse de su profesión. Pero una pregunta era suficiente para que toda su sapiencia y dedicación se pusieran en marcha. Era un excelso cultor de ese oficio menospreciado inútilmente.
No voy a explayarme por respeto a su memoria sobre la pena de muerte ni sobre las condiciones que a una persona cualquiera la impulsan a cometer un crimen, delinquir o realizar un desfalco millonario, tal es mi caso. Ni mucho menos si tal delito amerita semejante condena. De ningún modo. Sólo digo que Alfredo Itacloib era como un padre para todos nosotros. Algunos dirán cruel, sí. Otros, abyecto, es posible. Pero llegado el momento, él era la única persona capaz de redimir ese instante rubricándolo con una pincelada de esteticismo que, lejos de bastardearlo, le propinaba un salto de calidad. En síntesis, una experiencia que nadie buscaba pero que, llegado el caso, valía la pena ser vivida dignamente.
Estaba casado en segundas nupcias con Elizabeth Pando, una mujer que, tiempo antes, había cuidado de su primera esposa todo el tiempo que estuvo postrada. El señor Itacloib nos mencionó una sola vez ese fatal accidente de auto, asunto por el cual, tuvo que visitar tribunales por un período extremadamente largo. Afortunadamente, llegó un oscuro día de justicia para él, (al fin encuentro para esta frase un ámbito adecuado) y los familiares de su viuda debieron aceptar el dictamen de la justicia al agotarse el tiempo procesal y tener que archivarse la causa.
Sólo una vez vi que su familia lo visitara en horario de trabajo. Fue cuando cumplió sesenta años. Su hijo lloró hasta el hartazgo y su esposa junto a la niñera tuvieron que retirarse. Puedo dar fe que ese día se emocionó hasta las lágrimas. Al percatarse de mi presencia en uno de los lavaderos, giró la cabeza y buscó una toalla en su ajado bolso de cuerina. Me acerqué lo más que pude sin traspasar ese efímero límite que separa el decoro de un hombre y le palmeé livianamente el hombro. El asintió con la cabeza, en silencio, dejando escapar un profundo suspiro.
Nunca voy a olvidar el día de la ejecución de Virgilio Villagra. Un secretario del Ministerio de Justicia arribó en una camioneta negra portando la orden judicial un 24 de Diciembre por la mañana. Todos en el penal sabíamos que era inocente y víctima de un juego macabro del cual, el pobre Villagra, no había sido ni juez ni parte. Pero los testigos del caso hicieron gala de un cómplice silencio y el pobre estúpido fue ejecutado a las ocho de la mañana. Apenas siete minutos después de que llegara el emisario.
Supimos tiempo después, que el viejo Itacloib lo había visitado la noche anterior para presentarle sus respetos y anticiparle que, al día siguiente, llegaría la orden sumaria, en un gesto de caballerosidad que lo pinta de cuerpo entero.
La mañana de ese 24 de diciembre lo vi llegar al cuarto de ejecuciones mucho tiempo antes para poner a punto la silla eléctrica. Minuciosamente, lubricaba las agarraderas de cuero para evitar que se ajen y así resistir de mejor forma los movimientos convulsivos de las víctimas.
Con envidiable obsesión, revisaba uno por uno los puntos de contacto del casco por donde fluía la energía eléctrica. Por último, era el turno de los fusibles de la caja, asegurándose la tensión suficiente para ese momento. Luego de ello, ya no volvía a salir y aguardaba sentado en la mismísima silla eléctrica, leyendo un libro para matar el tiempo. Hacía su trabajo de forma simple, sin abundar en gestos.
Cuando llegaba el condenado, se retiraba con la cabeza gacha a esperar que se ubicaran los testigos, el sacerdote y los familiares para, luego de la ejecución, retirar el cuerpo y entregárselo a los deudos.
De esa forma, se ahorraba momentos desdichados como cuando sucedió lo de Quintino Peñaloza. Durante la ejecución, su piel mutó de azul a violeta intenso para alcanzar una negrura que le cubrió todo el cuerpo, como si una sombra se hubiera adueñado del difunto. El olor a chamuscado se sintió por varios días en todo el edificio. Los muchachos bromeaban diciendo que era el espíritu de Peñaloza que se había quedado a vivir entre nosotros. Otros agitaban la idea de que, a fin de cuentas, nada había cambiado ya que en vida, al viejo pusilánime de Peñaloza se lo olía desde diez cuadras a la redonda. El señor Itacloib, en cambio, repartía insultos contra el gobierno (siempre en voz baja y sin perder la compostura) por la falta de presupuesto para estos menesteres, augurándoles, apenas cambien los vientos políticos, un futuro espantoso para todos ellos y su descendencia.
Alfredo Itacloib fue uno de los pocos hombres a los que respeté en mi vida. Llevó a cabo cada idea que tuvo predicando con el ejemplo, mostrando una coherencia que me provocaba una sana envidia.
Un día le regalé una frase que escribí en uno de los recreos: "Nacemos de una chispa en el fuego del océano cósmico. Morir es sólo una descarga eléctrica que se alimenta del mismo generador". Con sorpresa, días después, lo encontré sentado en su cuarto con mi frase pegada sobre la pared, justo sobre su cabeza.
Con mucho gusto lo hubiera elegido para hacer cumplir mi ejecución si Dios le hubiera regalado tan sólo uno pocos meses más de vida. Que en paz descanse.
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