Sábado, 26 de febrero de 2011 | Hoy
Por Miriam Cairo
Digamos que hubo una vez una mujer llamada Nina. Y que hubo un hombre llamado Abel. Que mientras Nina miraba para adelante, Abel miraba para atrás. Digamos que el semáforo pasaba de verde a amarillo con mucha frecuencia. Que el auto siempre iba hacia donde Abel deseaba. Que sus ojos no se aburrían de la evidencia y por costumbre siempre llegaba a la cochera. Digamos que cada cual cerraba su puerta y que ambos subían por el ascensor lleno de evidencias. Que mientras Nina ponía la llave en la puerta y la abría, Abel controlaba su teléfono. Que cuando el teléfono sonaba para Nina, atendía Nina. Cuando sonaba para Abel, atendía Abel.
Digamos que Nina, mientras metía la llave en la cerradura, pensaba en las contorsionistas. Pensaba que si Leslie Tipton y Bonnie Morgan hubieran permanecido más de dos minutos y medio en un contenedor de metacrilato, habrían muerto de asfixia. Pensaba también que una mujer podía pasarse toda la vida dentro del contenedor, respirando un aire viciado, en mínimas dosis. Digamos que Abel no sabía en qué pensaba Nina mientras abría la puerta.
Cenar con Nina en el restaurante era parecido a cenar con Nina en casa, o a dormir con Nina los lunes, los miércoles, los domingos o cualquier día de la semana.
Mirar a Abel no hacía falta, por eso, cuando sin querer los ojos de Nina lo encontraban al otro lado de la mesa, Nina desviaba la mirada hacia otros comensales, si estaban en el restaurante, o hacia el televisor, en caso de que comieran en casa. Para evitar ver lo que no necesitaba ser mirado, Nina se limpiaba la boca con la servilleta, se encogía de hombros y seguía comiendo.
Digamos que por eso o por cualquier otra cosa, el hombre llamado Abel y la mujer llamada Nina, aceptaban ir a cenar a casa de amigos, sobre todo cuando los amigos habían vuelto de un crucero por el caribe y pasaban el DVD con las hermosas fotos. Digamos que para Abel cada cosa tenía su sustituto: el azúcar se reemplazaba por edulcorante. El modelo 2010 por el modelo 2011. El sexo por viajes.
Digamos que Nina no estaba muy segura de las sustituciones cuando metía la llave en la cerradura, o cuando entraba al ascensor, o cuando se veía en el espejo pálida como la nieve, como la muerte, o como la luna. Digamos que Nina tenía los ojos como cuevas donde caía todo lo que miraba. Abel no sabía en qué pensaba Nina mientras abría la puerta. No sabía qué había caído en esas cuevas después de todo un día de mirar más allá de las evidencias.
Digamos que Abel no pensaba en ese poeta maduro que se relamía de placer al sacarle la bombacha a su mujer, porque Abel creía en las sustituciones. En cambio Nina pensaba en la mujer y en el poeta maduro. Fuera como fuera, a Abel no le pasaban por la cabeza esas cosas, porque Abel creía en las sustituciones, los viajes y los autos modelo 2011.
Digamos que Nina caminaba por la cornisa con el sabor mortal del abismo. Todas las noches se entregaba a las fieras del circo que la devoraban con los dientes y con los ojos. Su cuerpo contra la pared, bajo la ducha, cortado en menudos trozos luminosos. Las bestias relamiéndose satisfechas de haberla devorado. De matarla una y otra vez en la jaula ensangrentada. Nina tenía llena de miradas la cueva de los ojos. En dos minutos y medio, temblaba como una contorsionista agónica en una pequeña caja de metacrilato.
Todas las noches Nina abría la puerta, colocaba la cartera sobre el mueble, se desvestía en la habitación con movimientos de trapecista. Abel abría una lata de cerveza y se tiraba en el sillón. Digamos que sus pies jamás rompían el pacto que los pegaba a la tierra. Nina, forzadamente renovaba todos los días ese contrato. En plena oscuridad, cuando el hombre llamado Abel dormía, satisfecho por las sustituciones, Nina podía escuchar el ruido de su propio corazón chocando contra la jaula de los huesos. Digamos que Nina no necesitaba un lazo alrededor del cuello para no respirar. Nina no respiraba porque podía no hacerlo.
Digamos que Abel levantaba las manos, apartaba la silla de la mesa y salía al balcón con un cigarrillo en una mano y una lata de cerveza en la otra, mientras Nina no lo miraba porque le aburrían las evidencias. Digamos que para Abel, el contorsionismo no era un arte sino una enfermad, una mera dislocación de huesos. Por su confianza en las sustituciones o vaya a saber por qué, el hombre llamado Abel ignoraba muchas cosas. Ignoraba también que Nina era una atleta que se negaba a ser ángel.
Digamos que Nina mientras abría la puerta pensaba en algo sublime: en Kristina Kireeva, tumbada boca abajo, levantando las piernas hacia el cielo y bajándolas lentamente hasta tomar los pies con las manos y apoyarlos completamente en el suelo. Abel no sabía en qué pensaba Nina mientras abría la puerta.
Digamos que Abel esperaba a que el semáforo pasara a verde, ponía primera y continuaba camino sin pensar que la avenida era un río de cromo, acero y gente infeliz. Abel no sabía que el headseat consistía en sentarse sobre la propia cabeza. No sabía que su mujer guardaba el dinero en la bombacha. Que la bombacha de su mujer era de color celeste. Que su mujer no necesitaba un lazo para sentir la pequeña muerte. Nina no respiraba porque podía no hacerlo.
Digamos que el corazón de Nina era una jungla, una selva oscura. Que el corazón de Abel era un bidón lleno de agua. Que mientras Abel dormía Nina no se movía. No respiraba. Que el corazón de Nina saltaba como una rana parafílica. Digamos que la mujer llamada Nina no respiraba, no respiraba para morir en su pequeña muerte. Digamos que mientras el hombre llamado Abel dormía, Nina no movía las manos, ni los pulmones, ni los pies. No entraba el aire en el cuerpo de Nina, expuesto a todas las corrientes del abismo. Digamos que el cuerpo de Nina no creía en las sustituciones. Sólo creía en la rana desnuda, en la rana parafílica, en las contorsionistas sentadas sobre su cabeza. Digamos que la mujer llamada Nina iba reduciendo gradualmente el nivel de oxígeno, el nivel de vida, el nivel de noche hasta que finalmente la rana del corazón se le desprendía exhausta, moribunda, enclítica.
Digamos que la mujer llamada Nina no se asustaba de aquellas geometrías porque prefería morir antes que respirar. En tanto el hombre llamado Abel, prefería respirar antes que vivir y confiaba plenamente en el poder de las sustituciones.
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