Jueves, 24 de marzo de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
Como si fuera una lluvia de primavera ese día cálido de otoño descerrajó con una súbita aparición acuática su ejército de gotas casi tibias sobre las cosas y la gente.
En aquél tiempo los cielos eran altos salvo que alguna nube fuera acarreando a otras y después de varios días la tropilla amenazante se confabulaba y comenzaba a tronar como con desgano, primeramente desde muy lejos, hasta que iba aproximándose amenazador, temerario y luego abría los grifos en plena noche y era el agua como una sábana tendida cayendo sobre el campo indefenso.
Había en ese tiempo una inconsciencia solitaria y tenaz que era como decir que las cosas y los seres y los crepúsculos y aquel atardecer que también supuestamente estarían con nosotros --en nosotros- para siempre.
Con esto quiero decir que las propias cosas que veríamos como en neblinas que difuminaban sus formas sólo irían a permanecer en nuestros recuerdos más íntimos y queridos hasta una edad no razonable para esas rememoraciones casi siempre a destiempo, casi siempre a solas.
A veces un recuerdo viene solo, como ese caballo perdido que aprovecha un alambrado caído, una tranquera descuidadamente abierta para ganar un lote de alfalfa y comer a sus anchas.
Otras veces viene por las noches como el galopar de una tropilla que de manera incierta primero e insospechadamente invasora después, nos gana el corazón y la sangre con una bocanada de inesperada felicidad.
Lo que trato de evocar, casi sostenido por la imprecisión del recuerdo es una casa perdida como un abrojo en un rincón del campo de lo que fue la Estancia Maldonado. No sé si era el último lugar, el límite de tan vasta extensión (creo que 15.000 hectáreas) pero en la memoria colectiva se lo recuerda como "el puesto de Samonta", quien supo oficiar también de domador y vivía allí con su familia y, creo, que una de sus hijas se casó con Eldo Mancinelli, cuyo padre, don Carlos era dueño del boliche más concurrido de la época y cuyo nombre --el del negocio- era El Amanecer, justo al comienzo de lo que se llama el Barrio de las Ranas, con esa calle --la más larga del pueblo- haciéndose lanza polvorienta en el medio del campo de don Carmelo Mosso.
Si esa casa que estaba en el cruce de dos callejones, bajo un monte de altos eucaliptos, un par de sauces llorones y cuatro casuarinas oscuras era la última población de la Estancia Maldonado no lo puedo asegurar, porque yo escribo en la arena movediza de la memoria y en ese plano nadie es seguro, todo aleatorio como la triste vida de un hombre.
El propio nombre de la Estancia que fue comprada por el alemán Reynaldo Lynnen y que conservó su nombre originario, al parecer --según Nanet Galluser que hace tarea de investigación histórica en la zona- este famoso Maldonado era un oficial del ejército que había peleado a las órdenes del famoso Coronel Villegas, a quien los indios llamaban "El Toro". Este Maldonado habría recibido en pago esas tierras por su lucha contra el indio. Otros dicen que como ex guerrero del Paraguay. Lo cierto es que cuando Lynnen compró el establecimiento, allá por 1880, ignoro por qué razón no quiso rebautizar la Estancia.
El último esplendor de los Lynnen fue vista aún por mi niñez asombrada cuando la extensión, los trabajos rudos y la numerosa cantidad de gente que allí trabajaba colmaban mi atención.
De todos modos algunas cosas recuerdo de aquella vieja Estancia hoy desaparecida, fragmentada entre sus herederos, como por ejemplo ese inmenso bosque de coníferas donde íbamos a cazar palomas con gomeras en los anocheceres o el trabajo de apicultores que realizaba mi tío Berto Spagnolo (marido de la inefable tía María, hermana de mi padre) con su hermanastro Natalio Pereyra, Ninín Joan, Juan Fértoli y algún otro que me olvido. Los arreos de la tropa casi cerril, y muy numerosa que pasaba dirigida por los reseros que enfilaban la calle Juan de Garay hasta desembocar en el callejón de don José Vélez y se iban desplazando por el camino de la tapera del ruso Way, del puesto de Juárez, hasta llegar al mismísimo casco de la estancia que daba de comer a muchas familias del pueblo.
Y en mi recuerdo también están los callejones oscuros y hondos, los cañadones donde moraban los chorlitos, las garzas, las cigüeñas, los patos crestones, los siriríes y el simpático zambullidor a quien popularmente se llamaba "tumba culito".
Y los días de pesca de ranas y de bagres y las tardes calurosas donde el baño de estas aguas barrosas traían el alivio del cuerpo caldeado por el sol implacable pero luego vendría el reto de la madre bondadosa y paciente.
De todos modos, esa casa en esquina está en mi memoria como lo está el paso del caballo oscuro de don Arturo Samonta cuando entraba al pueblo, altanero quizás, pero siempre con la cabeza cubierta con un sombrero oscuro como su pañuelo caído sobre el pecho como dos alas de cuervo lloviendo sobre su camisa de un blanco impoluto y perdido.
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