Miércoles, 6 de abril de 2011 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Vea usted (y no se me asuste), pero me parece que sería bueno volver a una época donde una palabra podía costarte la vida. Porque hubo una época donde la palabra podía sacudir el imaginario colectivo, la razón pública, el decoro, escandalizar. Quiero decir: hubo una época donde una palabra podía asustar a la sociedad, ruborizarla, obligarla a pensar. Hoy, me temo, eso ya no es posible. Ya no valen ni las palabrotas, ni las ideas exóticas, ni la obscenidad evidente (son demasiado comunes, están en la televisión cada día, cada hora).
Pongamos como ejemplo dos palabras de uso corriente. Una: Patria, que define tantas cosas que al fin no define nada, y que ha sido utilizada de tal manera por los abanderados de las ideas conservadoras o fascistas, que a cualquiera le resulta difícil incluirla en algún texto o discurso doméstico. Prueben y verán. Es verdad que aún resiste en actos escolares o arengas políticas, pero apenas convoca algo en el oyente, cuando no indiferencia.
Es que su sentido ha sido vaciado por uso y abuso. En cierta forma se parece a ciertos slogans publicitarios o propagandísticos que una vez que han sido lanzados al imaginario colectivo ya no pueden volver a usarse sino como parodia. Nadie podría usar la frase "síganme que no los voy a defraudar", o "la casa está en orden" sin hacer un papelón a menos que sea consciente de que es parodia y sólo parodia.
Otra palabra: Héroe. Remite, ya sea desde la óptica de la ficción o de la más pura realidad, a un hombre que arriesga la vida por otros. Puede tratarse de un prócer, como Belgrano, de un ejemplo necesario, como el Sargento Cabral, o de alguien anónimo que se zambulló en un río para salvar a un chico que se ahogaba. Hoy la palabra héroe es utilizada cada domingo cuando un jugador de fútbol hace un gol (con la rodilla, con la nuca o la mano, sobre la hora, y para hacer que su equipo empate y no se vaya al descenso). La epopeya fue suplantada por la banalidad. Repito: la palabra que define la epopeya de un prócer nacional o similares, se usa hoy para identificar a un hombre que comete un acto vulgar, tanto que volverá a repetirse la semana siguiente.
A mediados del siglo XIX, en París, centro cultural del mundo moderno, dos escritores fueron acusados, juzgados, incluso condenados, por escribir un libro. En el caso de Baudelaire, el libro se llamaba Las Flores del Mal. El de Flaubert, Madame Bovary. Releyendo esos libros hoy, cuesta encontrar los motivos del juicio y la condena (aunque en el caso de Flaubert, la condena repercutió en éxito de ventas). El problema de Flaubert era la forma en que trataba la infidelidad de madame Bovary, la mujer que paga con su vida la exaltación romántica con la que enfrenta al mundo que comienza a debatirse en luchas sociales; de ahí el bovarysmo. El problema de Baudelaire era el canto a la pasión, o como dice uno de sus poemas prohibidos entonces: el canto a la "¡Voluptuosidad, sé siempre mi reina!".
Querer recuperar el espíritu de esa época parece una enorme contradicción, porque en definitiva, el escándalo que azotó la obra de Flaubert, Baudelaire y otros, no era más que censura. Lo que da cierta nostalgia es comprobar que esos censores creían en el poder subversivo de la palabra. Sabían, porque eran censores, conservadores, fascistas pero no salames, que una palabra podía despertar al pueblo, convencerlo de que existe un mundo mejor (en la tierra), de que a veces conviene rebelarse, de que buscar el cambio es razonable y saludable.
Esta nota, que parece un tanto extemporánea, no lo es tanto si prestamos atención a que hoy, en este país, se da una lucha que además de política, es por la posesión de la palabra, y que cada palabra representa intereses ideológicos enfrentados. Digamos, en este rincón, 6, 7, 8 (y clubes de fans) y en el otro Clarín (y clubes de socios). Y nosotros, de un lado o del otro, aunque nos creamos en el ring side. Esos dos ejemplos, esté donde usted esté ubicado ideológicamente, vendría a ser la palabra dicha con todas las letras. Por oposición a eso, vemos la peor de las cobardías posibles cuando del uso de la palabra se trata: del anonimato, que en este caso se daría con ingeniosas cadenas de correos electrónicos sin autores que dan vuelta por el mundo para decir una bobada tras otras, supuestas verdades cuyo valor propagandístico reside en que caen en manos de aquellos que no necesitan más que excusas para repetir ideas huecas, vacías, anónimas, incomprobables, baratas.
En el mismo sentido van las notas periodísticas escritas en potencial o con signos de preguntas. "¿Es Javier Chiabrando el compositor de las porquerías que canta Ricky Martin?"; "Javier Chiabrando estaría desesperado por entrar a la casa de Gran Hermano". Una vez dichas esas palabras, que ni llegan a ser ideas, darán la vuelta al mundo antes de que usted lea esto. Es otra forma de la colonización de la palabra, tema que intenté desarrollar en una nota anterior: "No contaban con mi astucia". En todo caso si recibe un correo difamándome, bórrelo, que es un virus que hará explotar su computadora y quizá su casa. No, mejor hágalo circular, que es prensa gratis, lo que quizá me garantice entrar a la casa de GH o Ricky me invite a salir del closet juntos (lo pensaría; a entrar me negaría rotundamente).
Le regalo una idea brillante al mundo: crear un diario escrito por completo en potencial. No diría nunca la verdad, pero eso es un tema menor. Ya dije en esa misma nota que la verdad es relativa, lo que importa es tener la palabra. Un diario en potencial lograría la epopeya de banalizar la escritura en potencial al punto de desacreditarla a muerte. El primer ejemplar podría lleva el siguiente título de tapa: "Sería mentira todo lo que había sido considerado verdad". O, como dice el escritor norteamericano Richard Ford: "Cada vez que uno tiene razón, debería estar equivocado". Y agarrate Catalina. Pero no olvide que Catalina sería una caprichosa. ¿Es una caprichosa Catalina?
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