Domingo, 10 de abril de 2011 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Para mí nieta Victoria y su profesora
Nuestra ciudad, la única ciudad para vivir o para morir, según decía un desconocido poeta, ha tenido siempre algunas curiosas costumbres. Una de ellas es la forma de entender las leyendas. Tal vez por eso, cuando desde una computadora se intenta entrar en algunos de esos sitios que exigen, entre otros datos, el nombre de la ciudad donde uno vive, si se pone Rosario nos dicen "esa ciudad no existe". Algún día eso se verá como una vieja leyenda, pero por ahora es una realidad a la que hay que aceptar porque no nos queda otro remedio. Yo diría que el más de millón de personas que vive en Rosario son rosarinos, hayan nacido o no aquí, pero son al mismo tiempo, cada uno de ellos, una leyenda. Y si el significado original de leyenda se refiere a la lectura de la vida de los santos, los mártires y los confesores, pero esto de la santidad no se aplica a los rosarinos, y tampoco en el idioma español.
Las leyendas que significaron para los rosarinos algunos protagonistas de la vida cotidiana de nuestra ciudad se va formando porque esos protagonistas fueron o aún son verdaderos personajes, que poco pueden haber tenido de santos, pero mucho de actitudes curiosas, en general simpáticas. Hay poetas y pintores, músicos y actores, artistas en general que están con vida, a Dios gracias, pero que son leyenda, auténticas leyendas por su popularidad y por el cariño que la gente en general les tiene.
Empezaría por dos fantasmas. ¿Existen? No, pero que los hay los hay. Uno de ellos durante un tiempo aparecía y desaparecía, según sus ocurrencias, pero en general de noche, por los pasillos vacíos de la radio en que trabajo. Prefiere el tango al jazz, pero creo que me tiene simpatía y suelo traerle algunas cosas que él, todavía en su vida fantasmal puede disfrutar. El otro fantasma, pero hay más, es uno que vivía en la isla del laguito del parque Independencia. Alguien dice que fue ese desconocido que se suicidó o mejor dicho quiso, y finalmente pudo suicidarse en ese laguito y fue condenado a quedarse viviendo en la isla, pequeña y rodeada, por lo menos ahora, por patos y gansos. En algún tiempo tuvo por compañero a un mandril del zoológico que se escapó del viejo zoológico perseguido por algunos miembros de la Liga de la Decencia, que lamentablemente no fueron leyenda.
Hubo alguien cuyos mejores amigos eran aquellos que cada tanto venían a visitarla de Júpiter, el planeta Júpiter sí, y que además me supo decir que yo, es decir el que escribe estas líneas, era alguien que provenía de Júpiter y que muchos en Rosario tenían el mismo origen. Era una buena amiga que murió no hace mucho, por eso la menciono pero no la nombro. Me solía decir las esquinas por las cuales con frecuencia pasaban los platos voladores y alguna vez me invitó a mirar uno pero no fui, por miedo, pero no por falta de interés. Si bien le hice una entrevista a un brasileño que con frecuencia viajaba a Júpiter, creo que semanalmente, le pedí una fotografía, pero me dijo que era imposible pues las fotografías se velaban en el viaje.
También tuve por amigo a un librero de viejo que era todo un personaje y que puedo nombrar porque a él le complacería ser nombrado. Se llamaba Rodino y tenía su librería por calle Córdoba, apenas pasando Balcarce. Se dedicaba a la astrología y sabía mucho de libros. Siempre estaba sentado cerca de la puerta. Además tenía un don, nada mágico pero certero. Me decía, y era indudable que estaba enterado, "mirá, cuando muera tal" (y nombraba alguien a punto de morir) "van a vender todo los libros de su biblioteca y son muy buenos". Eso se cumplía puntualmente, por lo cual llegué a tener libros que nunca esperé tener pero que ya no tengo más. Muchos de ellos firmados por el autor, en dedicatorias escritas con mucho afecto. ¿Por qué las bibliotecas privadas de muchos rosarios corren el parejo destino de desaparecer fragmentariamente? (Dejo para otra ocasión a Longo, los Benítez de Castro, Laudelino Ruiz. Todos ellos entrañables).
El vendedor de plumeros que caminaba por las calles de Rosario, existió, claro, pero ya va tomando la forma de una leyenda. Tenía una característica: cuando vendía uno de sus plumeros hablaba en castellano (lo escuché una vez por boulevard Oroño) pero cuando caminaba, daba largos discursos, levantando la mano en la que no llevaba los plumeros y sin duda con enojo, en un idioma que nunca pude saber cuál era, pues lo hacía con voz sonora y en realidad el sonido del lenguaje era musicalmente atractivo. Murió de una trágica carambola del tránsito: En una esquina chocaron unos autos y uno de ellos terminó aplastándolo en una esquina en el que estaba parado, esperando. ¿Esperaba la muerte?, me preguntó alguna vez alguien. ¿Quién puede saberlo?
Hay tres personajes, y los conocí a los tres que ya tienen la forma de la leyenda. Pataqueno, al que muchos no recuerdan, el Poeta Aragón, al que suelen recordar muchos más y al inolvidable Cachilo, al cual incluso se le dedicaron videos, uno de ellos realmente excelente, de Mario Piazza, algún folleto y un libro. Escribía en las paredes de la calle y algunos de esos escritos fueron recopilados. Podrían formar parte de alguna antología de la poesía del absurdo. Tenía alma de poeta y cosas de la vida lo llevaron a deambular por las calles de la ciudad, a escribir sus cosas en la pared que en ese momento le deben haber parecido las indicadas para dejar sus mensajes.
Pataqueno tenía su habitual lugar de residencia en la plaza Sarmiento, la que se encuentra frente al Normal Número 1. Una agencia de lotería, que creo estaba por Corrientes, le regalaba billetes de lotería viejos, que él vendía como nuevos, y aunque algunos lo compraban todos sabían o se daban cuenta que eran billetes que no servían para nada, o sólo eran útiles para que el pobre Pataqueno tuviera sus monedas para sobrevivir.
El Poeta Aragón fue el rey del Carnaval, cuando el Carnaval existía en serio. Por cierto, no hubiera aceptado el actual, pues se trata de una caricatura del que fue. Esos que se van transformando en leyenda no pueden aceptar las caricaturas. Tenía un lugar para vivir y un perrito que lo acompañó hasta el final.
Había otros personajes, claro, pero muchos de ellos lo eran en algunas zonas determinadas y no más allá de ellas. Eso ocurrió sobre todo en Pichincha, barrio bien conocido y de cierta mala fama, con el encanto que eso le daba. Había guapos bien nuestros, para no hablar de la abundancia de gente de otros lares. Sobre uno de ellos Roger Pla, escritor rosarino poco conocido, hizo un cuento estupendo, "Los atributos", cuento que los rosarinos en su mayoría desconocen. De ese mismo guapo le oí contar varias cosas a Borges, que tenía predilección por esos ambientes que pinta en poemas como el dedicado a Jacinto Chiclana.
Hay otros personajes que para mí son leyendas, diría que leyendas privadas y corresponden a unas cuantas historias de taxistas, que me han quedado grabadas. Son de hace mucho tiempo, por cierto no sé sus nombres y si lo supiera no los diría. Me gustaría que estén vivos y felices. Uno de ellos amaba los pájaros y el otro el cine.
Las dos historias, contadas prolijamente, tenían algo de tristeza, pero creo que eso ya se debe haber superado y realmente quisiera que fuese así. Comenzaré por el taxista que amaba los pájaros. Era joven y cuando llegamos a la esquina donde yo me bajaba, después de un largo viaje, me dijo: "me gustaría contarle la historia de mis pájaros y pedirle un consejo". Todo venía porque en el trayecto habíamos visto un pájaro que no reconocí sobre el cual el taxista me dio una clase digna de un profesor. "No tienen hábitos nocturnos, pero algo le ha pasado y se ha desprendido de la bandada". Su claridad me hizo acordar a la del Hermano Carlos, profesor, entre otras materias de Biología lo que explicaba con verdadero conocimiento y una gran pasión. Cuando llegamos, como dije, me dijo que quería contarme una historia y pedirme un consejo. "Yo tenía en el patio trasero de mi casa una muy buena cantidad de pájaros, la mayoría pequeños, que me reconocían cuando me acercaba a la jaula, cosa que hacía cada vez que podía, para mirarlos, alimentarlos y creo que hasta comunicarme con ellos. Era mi momento de mayor felicidad. Un día llegué un poco tarde, y cuando fui hacia el patio trasero me encontré con una sorprendente, muy triste e inexplicable sorpresa: mis padres le habían abierto las jaulas a todos los pájaros. Algunos ya habían regresado y otros regresaron después, pero la mayoría desapareció para siempre. Esa noche simplemente comencé a lagrimear y les pregunté a mis padres ¿Por qué?
"No me contestaron nada, se dieron vuelta y al rato salió mi madre y me dijo que fuera a comer. Le dije que no, que no comería. Han pasado algunos años, nunca he recibido explicación alguna para esa actitud. Quisiera irme de casa y no puedo por razones económicas. La pregunta: ¿qué debo hacer?". Le contesté sin saber que contestarle.
La otra historia era sobre el amor que un chico sentía por el cine. No era caro por ese entonces frecuentar los cines de barrio donde teníamos el placer de ver casi siempre tres films. Quien manejaba el taxi, no estaba angustiado como el taxista de los pájaros, pero cuando hablaba uno percibía que la historia no había sido sencilla. El, de chico, había sentido una irresistible deseo de ir al cine. El que le quedaba más cerca era el célebre Sol de Mayo, que quedaba en la Avenida Pellegrini. Al principio, cundo era chico, solía sacar unas monedas del saco del padre, y con eso le alcanzaba para ir al cine. Cuando el padre se enteró, y lo que más le molestó era que usara esas monedas para ir al cine. "Trabajé en lo que lograba y con lo que me daban marchaba al cine. Poco a poco tuve más suerte y empecé a ir otros cines. Mientras tanto nunca quise ver a mi padre. Y recién me he encontrado ahora, cuando ya estoy casado y nació mi primer hijo. Pero mi padre sigue sin perdonarme aquella historia del cine".
Todos sabíamos que Milonguita murió, pero con Raúl Hernán Sala le hicimos un reportaje por alguna calle del viejo barrio Pichincha. Muchos tangueros se enojaron, nosotros pensamos que se podía tratar de una reencarnación de Milonguita, pero no había ningún poeta para que le cantara.
También en esos días en que salíamos para hacer algunas notas con el primer camión de exteriores del Canal 3, llegamos hacia el mediodía hasta la casa de Julio Vanzo. La trasmisión eran en vivo y en pocos minutos su estudio estaba repleto de gente, sobre todo de adolescentes, en una cantidad asombrosa. Creo que para todos los que llegaban, ese hombre inolvidable, en un estudio que a muchos les pareció inmenso, debieron pensar que se trataba de alguien legendario. Y lo era, sin duda. Para nosotros, también ahora ese pintor se ha transformado en una leyenda.
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