CONTRATAPA
› Por Juan José Gianni
En el año que dejamos atrás, abundaron los acontecimientos orientados a agasajar el Bicentenario de la patria. Liturgias estatales, ceremonias de la sociedad civil y un reguero de textos conmemorativos aprovecharon la célebre ocasión para acoger los ecos del pasado y acometer un balance de nuestro inconcluso presente. La grandilocuencia de las fechas redondas siempre resulta propicia para acariciar los mitos y suscitar el retenido autoanálisis de los pueblos.
Vale recordar que estos movimientos culturales ya contaban con un sólido antecedente. Allá por el primer Centenario también proliferaron los fastos de la nación, vía el activismo institucional de los gobiernos de turno, vía la mirada punzante de una pléyade de intelectuales que consideraron que había arribado el momento de difundir un sesudo diagnóstico del derrotero argentino.
Por cierto en aquellos tiempos no se indagaban la crisis del sistema financiero internacional, la crispación populista o los traumas de la inseguridad urbana, sino lo que cabría denominar las desviaciones del proyecto modernizador. Esto es, nadie parecía contradecir las mieles del modelo agroexportador dependiente y el imaginario de una república de notables, pero se acumulaban las alertas sobre los riesgos de una inmigración fuera de cauce. Beneficiosa en su origen, ahora desplegaba un cosmopolitismo nocivo y abría las puertas a la insurgencia social del anarquismo apátrida.
Varios libros notables se escribieron en aquel inquietante contexto, pero interesa aquí uno de Manuel Gálvez que tuvo por título El diario de Gabriel Quiroga. Se destaca por empezar allí una referencia inevitable, pues hace a las figuras emblemáticas del paradigma civilizador que organizó la vida nacional durante el siglo XIX. Hablamos de Sarmiento, Mitre y Alberdi, respecto de los cuales se opera una disección en algún sentido sorprendente. Pues Gálvez dedica su obra a los dos primeros pero abomina del tercero, convirtiendo las oscilantes discrepancias de la Generación del '37 en irreparables antagonismos. De hecho Gálvez estructura su reflexión en torno al imperioso reemplazo de la consigna "gobernar es poblar" por "gobernar es argentinizar", procurando contraponer los efectos indeseados de una inmigración que había averiado la autoestima cultural argentina, con la impostergable búsqueda de piezas identitarias capaces de restaurar la entonces aminorada conciencia vernácula.
Ahora bien, el meollo de su enconada recusación del legado alberdiano apunta a aquello que justamente distancia al tucumano de la propuesta sarmientina. Para el sanjuanino, la barbarie que denosta combina la herencia hispánica con la incidencia malsana de los territorios desérticos en la construcción de la ciudadanía, siendo la civilización por el contrario sinónimo de asociativismo urbano y escuela. Alberdi desestima aquella conceptualización y señala que la barbarie se aloja en el interior mediterráneo y la civilización no en cualquier ciudad sino en aquellas de asentamiento litoral, en contacto directo con las benéficas brisas progresistas que arriban desde el norte desarrollado. El karma no está en la pampa, que contiene una genuina riqueza que nos hará prósperos, sino en los anquilosados nichos de tierra adentro, que atesoran neciamente tradiciones que sólo consiguen aislarnos del curso indefectiblemente moderno que guía la brújula de la humanidad.
Gálvez apunta contra todo este dispositivo doctrinario, pues donde Alberdi ve un impertérrito conservadurismo él ubica el baluarte de una castiza idiosincrasia ahora acorralada por el furor extranjerizante. Plenas de garbo hispano y espiritualismo católico, las localidades del interior destilan el plácido mensaje cultural que permitirá encarrilar los destinos de un país que en aras del progreso económico subestima el apropiado cultivo del alma noble de nuestro agredido pueblo. Una maniobra de pinzas ahoga así el potencial latente de la Argentina. La exaltación de lo foráneo malogra linajes que deben ser homenajeados y un frenesí materialista desplaza la sana inclinación a asentarse sobre una escala más sublime de valores.
Hay en las páginas que reseñamos un comentario que cabe señalar especialmente. Gálvez traslada su engranaje explicativo a nuestra provincia, y contrasta sin ocultar favoritismos, el señorío y la prestancia de Santa Fe capital con el desbocado mercantilismo de la floreciente ciudad de Rosario. El ejemplo le resulta operativo para confirmar con rotunda empiricidad sus alarmadas recomendaciones, donde el progresismo fatuo y mendaz de la nueva urbe encandila la imprescindible percepción de cuánto necesita el país de la savia moral que anida en los espacios aún no infectados por la adoración de lo importado.
En algo Gálvez no se equivocaba. El avasallador empuje de Rosario encajaba perfectamente en el modelo de país que había encontrado sede en el pensamiento y la letra de Juan Bautista Alberdi. Como queda dicho, representaba para empezar un enclave litoral siempre más próximo al influjo aleccionador del modélico Occidente. Suponía además un guiño al federalismo que nunca abandonó las cavilaciones del tucumano. A diferencia de Sarmiento, su compañero de generación postulaba que sin una cuota de integración con ese componente sustantivo de nuestro cuerpo histórico, la conformación definitiva del estado argentino devendría o hueca o inviable. Y por último, se trataba de una ciudad puerto, receptáculo privilegiado de una producción rural que abastecía a los solicitantes mercados europeos. Para el proyecto agroexportador soñado por Alberdi, Rosario era un jubiloso caso testigo. Cuantiosa inmigración, red ferroviaria adecuada y riqueza granaria partiendo de sus costas.
La enseñanza surge entonces evidente. El impresionante avance de Rosario está inextricablemente ligado a la consolidación del primer gran proyecto de país que conocimos: el que diseñaron los románticos luego devenidos publicistas del 80. Se advierte allí una carga genética, una irrebasable impronta natalicia. La ciudad se mueve al ritmo de coordenadas nacionales que sobre ella repercuten casi inmediatamente. La historia posterior así parece confirmarlo. En los años 40, ya del siglo XX, cuando el peronismo advino para dar vida a la otra gran estrategia de desarrollo que atravesó el país, Rosario fue llamada su capital, entre otras cosas porque fue particularmente receptiva del proceso de sustitución de importaciones que signó a aquellos tiempos. Y para culminar esta sintética pero fidedigna prosapia, los episodios dramáticos también se abatieron sobre nuestras calles. Cuando primero la dictadura y luego el menemismo liquidaron el estado de bienestar al calor de la expansión de la fase puramente especulativa del capital financiero, Rosario fue amargamente denominada la capital de la desocupación.
Siendo así las cosas, probado el estrechísimo maridaje entre ciclos nacionales y efecto local, extraña que buena parte de nuestra dirigencia pierda el sueño por las carencias que emanarían de la falta de autonomía municipal. Bien sabemos que la condición de urbe principal que no es capital de provincia nos marca, pero aún admitido ésto cuesta entender cómo en vez de esmerarnos por conectar fructíferamente a Rosario con un proyecto de nación que hace ya ocho años demuestra sus virtudes, se insista en proclamar un pliego autonómico que ya suena a fetiche. Falso ídolo en cuyos altares se vociferan dolencias que en gran parte reconocen otros orígenes.
No es una restricción de incumbencias lo que nos aqueja, sino una apenas encubierta vanagloria que obnubila el correcto camino que se impone transitar. No son tantos ni tan graves los problemas que no encuentran solución por insuficiencia de control exclusivamente municipal. Exploremos sin consignas rutinarias sobre aquellos que sí lo requieren, pero debería perturbarnos más la falta de vocación para colaborar solidariamente con las inequidades que padece el resto menos pudiente de la provincia; o la reticencia de las gestiones recientes a establecer un trato menos prejuicioso y más fecundo con los ejecutivos nacionales que en los últimos años han permitido que Rosario no desbarrancase en el pozo de una nueva frustración.
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