CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
En la canchita donde jugábamos los domingos siempre había una vaca ciega. Vivía atada a un poste alejada del alambrado de púas. Su dueño, un vasco ancho como un aparador, solía ordeñarla bajo la sombra del eucaliptus mientras echaba una mirada distraída a nuestro partido. Eran domingos tediosos, largos, con fondo sepulcral de radios encendidas y una melancolía de hojas quemadas en un otoño mortuorio que prontamente, una vez culminadas las faenas futboleras, nos hacían disparar de allí como de un campo embrujado. Y la vaca ciega siempre allí, mirando sin ver, echada o enhiesta, atenta a los ruidos, con su cola de látigo y la cornamenta inútil. Llegaba el vasco con un balde gris a ordeñarla y al rato se iba con la carga espumosa hacia un caserón con arcada de chapa, tan gris como una barraca, tan sin color como la sombra del otoño sin frutas ni aromas vivos que se nos iba enquistando en la piel. Por eso, una tarde apedreamos la vaca ciega con terrones.
Por todo eso, por la nada, por buscar un blanco más indefenso que nosotros, porque sí. En eso estábamos cuando no vimos llegar al vasco, a quien no le bastaron más que unas zancadas para estarse en el centro de la escena y no tuvo más que estirar ambas manazas para tener dos enemigos capturados, agarrados del cuello de las remeras como gatitos del lomo.
Y pue, si aura los mato, ¿eh? ¿Qué dicen si aura mismo los mato a horquillazos?
Señalaba el instrumento que había dejado caer. Le palpitaba el cuello como un lobo, mientras medía los cuerpecitos de sus víctimas como quien examina dos cerditos antes de degollarlos. La vaca ciega mugió y pareció amonestar el hecho, por lo que el vasco soltó a los pibes que cayeron como pasas. "¡Que si no, hijitos de puta, que si no!". Y se fue dando zancadas con el balde al tope.
Luego, ya no sé cuando, si esa misma tarde o al rato, el Perchi se acercó a ella y la acarició varias veces en el lomo. En un partido uno tiene ojos para la pelota, pero lo sobrenatural cuando se presenta obliga y eclipsa todo: percibí un movimiento atrás mío, detrás del arco con ropa que estaba vigilando y lo vi al Perchi tan derecho, caminando hacia mí con una mueca de susto y alegría que era para una foto. El, un pibe que apenas caminaba, con sus piecesitos de barro y estopa ,estaba erguido. "Mirá, mirá, mirá, mirá", repetía en un grito por lo bajo. Había vuelto a andar normalmente.
Otro día el Chanchi, burro del fútbol, se despachó con una jugada de esas que luego han de ser narradas en las sobremesas de los campitos, bajo una enramada con higos, tomando agua de un pico de vertiente: había parado la pelota y eliminado a todos, incluido el arquero. La clavó junto a un poste, de chanfle como los que saben. Y esa misma tarde Albertito, mientras volvíamos, se encontró un billete de quinientos, una fragata, pequeña fortuna que admiramos, mientras huíamos del lugar como nos habían enseñado, no sea cosa que apareciese su dueño. Con esa guita pudieron en el kiosquito familiar levantar el pagaré. "Yo también toqué la vaca, igual que el Chanchi", dijo conmovido.
A la tarde siguiente mientras íbamos entrando al corralón, al campito de los sueños de gloria, descubrimos la vaca ciega y nos acercamos ansiosos por entender el enigma: todos los que habían protagonizado hazañas la habían tocado, lo corroboramos a los gritos. Entonces corriendo nos llegamos hasta el borde de cardos que cercaba al animal: todos debíamos acariciarla para que nos diera su milagro. Su leche benefactora. En eso, aparecido de la nada como un demonio, surgió el vasco horquilla en mano apuntándonos. La tiró a modo de advertencia y vino a caer muy cerca, por lo que huimos como conejos. Como a diez metros nos detuvimos. Estaban de testigos El Perchi, Chanchi y Albertito: queríamos más, por eso veníamos. Allí estaba la fuente abundante para aguar con su leche mágica todos nuestros problemas, sólo que interpuesta por un tío cabrón. Desde algún lado de su cuerpo emitió aquella voz horrorosa.
¡Sois un montoncito de bosta, argentinitos! ¿La han tocado? ¡Pues nunca más lo harán! ¡Ella elige quién quiere o quién no, y ahora yo elijo que se mueran todos sin más verla!
Y de verdad que desapareció: la condujo al otro lado del campito inaccesible. Aquella tarde no jugamos. Alguno inquirió acerca de los beneficios que habría obtenido el vasco por tenerla. Toledo, con una fineza sin igual musitó: "Y... el tipo antes seguro era judío... o italiano". Toledo padecía ambas etnias con una furia exagerada.
Nos quedamos rumiando, juramentándonos que nada diríamos a nadie y que una noche robaríamos la vaca ciega para llevarla a los hospitales, a los colegios y a los confines de todas las casas feas donde los pibes eran apaleados, vejados, encerrados. Y que en su trayecto le acariciaríamos un poco las ubres por nosotros mismos.
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