Lunes, 18 de abril de 2011 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
Cuenta Milton que en el Paraíso, junto al árbol de la vida, crecía el amaranto, de cuyas ramas brotaban flores inmarcesibles. De estas flores se valía Eva para acicalar el espacio que compartía con Adán antes de que el demonio la convenciera de probar el fruto del Arbol de la Ciencia y de que tentase a su compañero para que también comiera de él. Habiendo comido de aquellos frutos, Dios, que les había prohibido acercárseles siquiera, los expulsó del Edén. Y ya nunca más hombres o mujeres, ricos o pordioseros, nobles o esclavos, santos o malditos, atravesaron la existencia sin dolores ni pesares. El Paraíso Terrenal se perdió para siempre de la vista de los hombres... aunque no de sus conciencias.
En oriente y occidente, en el norte y en el sur, cristianos, musulmanes, judíos, budistas, vedantas y taoístas buscan esa Verdad verdadera, el Principio Creador, el Tao que es Todo y es Nada, el Alma Universal, el Nirvana de las almas individuales, el mundo de las Ideas, el Paraíso Perdido. ¿Y no es el Paraíso, acaso, un estado de inconsciencia, donde las palabras no habían nacido o al menos aún no se habían atrevido a los conceptos de bien y mal, de tuyo y mío, de resentimiento y venganza, de absurdo e inútil?
¿Qué quedó de aquél Paraíso al que todos los hombres, aún los más aferrados al Tiempo y al Mundo, alguna vez en la vida añoran? Es una pregunta capciosa, eso está claro; si alguien se atreviese a responderme, seguramente diría que nada, puesto que como su nombre lo indica, se ha perdido. Otros, en cambio, se burlarían de mi credulidad diciéndome que todo eso es un cuento que los primitivos se inventaron para explicarse de algún modo el origen del mundo y de todas las cosas que hay en él; que tan válido hubiese sido creer en este Paraíso como en el mito que los griegos crearon en torno de Zeus, Prometeo, Epimeteo, Pandora y todos los dioses, titanes y víctimas del Olimpo; otros, menos esclarecidos, me dirán que nos queda el recuerdo de un sitio inundado por la naturaleza, que sabia y pródiga, regalaba a los primeros hombres con todo aquello que les era necesario para la vida inocente. A estos últimos les preguntaría, ¿por qué si la imagen que recuerdan y desean para su Paraíso es la de un sitio donde la naturaleza era la que daba y decidía se empeñan en negarla, doblegarla, destruirla, inventándose necesidades que de ningún modo ella podría satisfacer? A los segundos les diría que están en todo su derecho a desconfiar de los mitos, ya que, al fin y al cabo, tanto como los primeros y los últimos, pertenecen a la edad que Hesíodo llamó de acero (entre los que yo me cuento, ya que, aunque quiera creer la historia que narraré, soy el primero en advertir que todo es mentira; ni hablar de la forzada conexión de una fábula netamente judeocristiana con el resto de las filosofías religiosas). A los primeros, que me dan el pie para argumentar, y a todos los demás, les diré que sí ha quedado algo de aquél Paraíso: la flor que jamás muere.
Dicen que dicen --o acaso me lo invento-- que Eva no quiso dejar la tierra de la que fueron arrojados por la ira de Dios sin llevar consigo algo que se la recordase. Cortó de raíz un tallo de aquella planta en cuyas ramas había una flor, y atravesó los umbrales de la inocencia con ella entre las manos, regándola con sus lágrimas, alimentándola con sus ruegos. Era el temor a lo desconocido, más que el temor a Dios, el que ponía en sus labios las palabras que dirigía a la flor; un rezo pagano, la letanía de los despojados. ¿Qué temer de Dios si ya todo mal, creía ella, le había sido profetizado por Aquél cuyo nombre mata? Se aferró a la planta como un náufrago a las tablas del barco hundido; juró por su vida que la planta jamás moriría mientras ella estuviese viva; creyó que, si ahora la vida carecía de sentido, al menos lo tendría en su muerte; la flor inmarcesible fue para ella una buena razón para morir. Que Dios intentase arrebatársela, y vería como ella, antes de permitírselo, lucharía contra El aunque le valiese el infierno.
Lo que ella no sabía era que la flor no necesitaba de sus cuidados para vivir, pues era inmortal; Dios reía para sus adentros cuando por las noches la veía velar junto a la planta --que, fuera del Paraíso, nunca más dio otra flor que la que ya tenía-- dispuesta a luchar y entregarse al infierno. Lo que ella tampoco sabía era que, con flor o sin flor, el infierno le estaba predestinado.
Se preguntaba Kierkegaard: ¿tenían culpa los primeros hombres por haber desobedecido a Dios si, antes de comer del árbol de los frutos, desconocían lo que estaba bien y lo que estaba mal?
Y suponiendo que las cosas suceden tal como Dios las dispone, ¿tienen culpa los hombres por seguir, sin saberlo, su cometido?
En fin, no son preguntas para hacerse en este momento, como tampoco es momento de ponerse escépticos y decir que Dios, como el Paraíso, es un invento de los hombres: el comienzo de mi historia, entonces, carecería de sentido, porque tiene como eje aquella flor inmarcesible que Eva rescató del Paraíso y cuidó día tras día de la mirada de Dios. La flor sobrevivió a la primera mujer --o mejor decir la segunda, a no olvidarse de Lilith--, al diluvio, la glaciación, la sequía; sobrevivió al fuego y los aludes; porque esa flor es inmarcesible y, aunque lejos de la tierra divina, no puede morir. Esa flor sobrevivirá a todo, incluso a los hombres. Esa flor, la creación.
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