CONTRATAPA
› Por Marcia Bredicce
El 11 de junio del dos mil cinco moría en París Juan José Saer. Cuando esa mañana una voz al teléfono me ponía al tanto de la noticia y los diarios la corroboraban, me preguntaba si los tiempos del correo postal serían lo suficientemente ágiles como para adecuarse a los días contados de la vida.
La sensación de incertidumbre de quien envía una carta y, luego de despachada, recibe la noticia de que su destinatario ha muerto es incómodamente áspera. Queda latente la incógnita de si la habrá leído y, en todo caso, si una vez leída fue respondida y estará llegando o si el sobre quedó pendiente sobre el escritorio al que el Otro no volverá a sentarse. Estos eran algunos de los tantos entresijos que la ausencia ineludible de Saer aquél día de junio me planteaba.
Vi a Juan José Saer por primera vez a principios de noviembre del año dos mil. El estaba visitando la ciudad de Rosario con motivo del congreso de poesía que año a año se repite. Yo, novata en protocolos y formalidades, creí oportuno acercarme en el momento en que él, habiendo quedado solo en la antesala, buscaba desesperadamente en los bolsillos de su saco, los cigarrillos. Quería, al menos, cinco minutos a solas con Saer. Después de todo, teníamos un escenario en común: el de nuestra infancia; y otro, quizás más venturoso: el gusto por la literatura.
Con el temor de quien ve un espectro, me acerqué tímida aunque decididamente. "Nuestras nadas poco difieren", anota Borges, y reescribo yo en mi primera y única correspondencia a Saer. En el hall del Centro Cultural Bernardino Rivadavia estábamos los dos de pie dándonos la mano. Yo parada frente a un hombre robusto y de nariz aguileña, de notables gestos intelectuales, que mantenía intacta la memoria, casi topográfica, de su pueblo natal. El, frente a una desconocida e incipiente estudiante de Letras.
Sobre un afiche que yo llevaba del congreso, con tinta roja, bosquejamos un plano del pueblo. El trazó una cruz en la intersección de las calles Santa Fe y San Martín. Recordó el olor a pan de la esquina y algunos apellidos vinculados a los almacenes de alrededor. Un tanto más allá, otra cruz: la que fijaba la casa en la que vivió los primeros diez años de su vida, en esa otra esquina de Santa Fe e Italia. Yo tracé la tercera, la de mi casa, por la misma calle que la de la suya. Sólo nos separaba la vía del ferrocarril. El de un lado, yo del otro.
De pronto, se hizo el silencio y estábamos como parados frente a un pasado que sabíamos irrecuperable. Los dos, como dos niños pequeños, con la mirada perdida en un punto equidistante. Luego nos despedimos con el abrazo y la promesa -no mía, sino de él- de reencontrarnos algún día en nuestro pueblo.
Si el hecho mismo de estar conversando con Saer me resultaba poco creíble, aún más lo era la promesa del futuro encuentro. Era inverosímil esa posibilidad. Caminar junto a Juan José Saer las calles de Serodino; detenernos, circunspectos, en las viejas fachadas, en el aroma de los limoneros; sacudirnos el polvo que a veces cubre los zapatos. Podía imaginarlo todo, pero nunca creerlo. Bastaron para siempre esos cinco minutos en que los dos, corridos del oficio de las letras, cargamos los baldes del aljibe de la memoria con las pretéritas imágenes de nuestra infancia.
Tiempo después, en diciembre del dos mil tres, Saer daba una entrevista exclusiva a una revista de cultura porteña. Había estado en Serodino caminando por el boulevard, posando para una fotografía en la estación ferroviaria, deteniéndose frente a su antigua casa abandonada, resignificando su pasado. "En esta vereda tuve un sueño, cuando tenía cinco años -confiesa a Fernando García, el periodista-. Soñé que mi madre había muerto, que estaba tirada ahí y que había unos ángeles tocando la trompeta para despertarla".
Como traído por el tiempo, ese hombre que había elegido las apacibles aguas del Sena -pero que nunca dejaría de hacer sonar el ruido turbio y de significar el suelo fangoso del Paraná-, volvía a su lugar primero y recordaba el escenario de sus sueños; desafiándole al olvido o a la muerte, esa otra forma del olvido.
Naturalmente, nunca más volví a ver a Juan José Saer. A partir de esa mañana de junio del dos mil cinco, esperé ansiosamente la publicación de La grande, su última novela. "¿Era yo el que regresaba?", versa el epígrafe de Juanele con el que se abre la obra. Gutiérrez -el personaje principal- regresa a Santa Fe después de mucho tiempo. Nula, un muchacho que tenía la mitad de la edad de Gutiérrez, lo esperaba para hacer juntos una caminata. Los dos avanzaban, aunque en tiempos diferentes, por una misma calle. Repetí en silencio los versos de Kavafis. Ten siempre a Itaca en la memoria. Entonces, tuve la sensación de que yo también regresaba a mi Itaca y el quimérico reencuentro estaba ocurriendo.
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