Jueves, 19 de mayo de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
Una de las anécdotas con más coincidencia y fuerza de leyenda que circula por el pueblo, vincula a don Ataliva Galván como asiduo concurrente a los prostíbulos del pueblo. Cosa muy natural, digamos así, por la época aquella tan lejana. Lo que no resulta muy normal es que él, mientras esperaba que lo atendieran, se hacía descorchar una botella de champán y bien trajeadito y peinado, con el sombrero negro en el perchero, repantingado en su silla, extraía un puro del bolsillo de su chaleco y se lo hacía encender con un billete de cien pesos que extraía diligentemente de su billetera de cuero crudo de cocodrilo.
Las anécdotas --todos sabemos- son sólo eso, pero a veces aparecen como reales y es cuando definen la psicología de una persona, y en este caso don Ataliva pasa al terreno del personaje, tal la categoría que el recuerdo que dejó su cuerpo menudo en mi pueblo, dan fe de alguna virtud singular que lo ascendió a ese podio. Los dineros, que el mito popular sostiene fueron ganados en la lotería, con ese tren de vida, pese a ser una suma importante, fueron dilapidados pronto, no sin tener la precaución de comprarse una casa grande con los limoneros en un profundo patio, separadas las habitaciones, por una larga galería interna, sin puertas.
Allí daba refugio a varios hombres, venidos como él nadie sabía de dónde, y que recalaban en los trabajos rurales o en la afiliación al Sindicato de Obreros, adherido a la F.A.T.R.E. que proveía mano de obra a las casas cerealeras, bien para cargar cereal en los vagones o en camiones que iban hacia el puerto de Rosario para su posterior exportación, o bien para proporcionar jornaleros que acompañaran en el reparto de mercaderías de los negocios, llamados "almacenes de ramos generales". De esos hombres recuerdo algunos nombres: Salustiano Mesa, Ponciano Neyra, "El Nutria" Díaz, "El Loco" Fleitas, que sin mi palabra estarían para siempre muertos.
Cuando don Ataliva se fue quedando sin dinero, y eso fue bastante pronto ya que con esa vida dispendiosa necesariamente, razonablemente, se le tenía que "terminar la blanca" como dicen en España, volvió a su antiguo oficio de pintor y de letrista de carteles.
A don Ataliva, de cuerpo presente, lo conocí a mis cuatro años, según consta en otros escritos míos. Mi abuelo había permutado la pequeña chacra por un boliche de mala muerte, al que pomposamente llamó "Almacén Las Colonias" y apenas abierto al público, lo observé toda una tarde en su paciente trabajo de dibujar esas letras pintadas de rojo sobre los vidrios de ambas hojas de esas grandes puertas que para mí eran casi el cielo.
A veces he pensado, extremando la justificación de estos que algunos llaman vocación y Pavese llamaba "vicio absurdo", que mi inclinación por la escritura me viene de esa tarde, soleada e iniciática de 1950, cuando transitaba el país la gloria de la niñez, ya que desde el gobierno se decía que en la Argentina los únicos privilegiados éramos los niños. Aclaro que estoy exento de ironía, una ironía a que nos tienen acostumbrados los fracasos sucesivos que vimos luego.
Para nosotros, era una notoria verdad.
Hecha esta digresión, retomo. Me gusta pensar de todos modos, que esa tarde, mientras mi madre tomaba mate con mi abuela, quien siempre le ponía al mate dulce una cascarita de naranja, y yo parado en esa vereda de ladrillos que a mí se me hacía altísima, observaba fascinado el trabajo paciente de don Ataliva, que no me dirigió la palabra, ni siquiera me miró en ese largo rato en que lo estuve observando.
Mi interés y mi curiosidad eran altísimos y no percibí el paso nervioso de los carros lecheros que iban con sus inmensos tarros a los barquinazos hacia la vieja cremería, levantando una polvareda que no hacía mucha gracia al pintor, ya que podía perjudicar su tarea. De este inconveniente tampoco se quejó.
Cuando hubo terminado su tarea, lavó con mucha parsimonia sus pinceles, y puso todo dentro de una valijita de lata: lijas, trapos sucios y limpios, aguarrás, y obviamente los pinceles usados para la ocasión. Luego sacó su pequeño puro y lo encendió con un fósforo de cera de marca "Ranchera". Esta vez no buscó "el dinero vil" como acostumbraba decir, parece, y se dirigió hasta su casa que estaba tejido de por medio a la quinta de mi abuelo.
Otro día pasaría a cobrar, supongo, o tal vez le quedaban las ventanas sin terminar. Hoy no lo recuerdo.
El recuerdo de este hombre lo constituyen sucesivas anécdotas que se superponen como capas delgadas de cebolla. Son las cosas que de él me han contado los mayores, gente del pueblo, mis tíos y en especial mi viejo, que le tenía cierta simpatía, cosa bastante difícil desde ya, como esperar que cayera una helada el día de Reyes. Pero a veces sucedía. Yo creo que él, mi viejo, aprobaba esa singularidad de este copoblano inofensivo y simpático, que se paseaba orondo por las calles del pueblo, con su bastón, al atardecer. A los hombres los saludaba con una leve inclinación de cabeza, sosteniéndose el sombrero. Pero cuando sus pasos se cruzaban con una dama, hacía una inclinación exagerada, se sacaba el sombrero e irremisiblemente decía:
Dispense usted señorita, que tenga muy buen día.
Y se perdía bajo los altos plátanos que rodeaban el veredón, mientras el polvillo de sus bolitas peludas caían obturando todas las primaveras de la historia de aquel remoto pueblito rural.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.