Jue 26.05.2011
rosario

CONTRATAPA

Calle con paraísos añosos

› Por Jorge Isaías

Si yo pienso en esa calle --cuyo nombre ignoro- que pasaba (y pasa) delante de esa esquina donde mi abuelo tenía su boliche, no puedo dejar de pensarla ancha, solitaria, acompañada de dos largas hileras de viejos y coposos paraísos, que quién sabe a qué ecologista primitivo se le ocurrió plantar y cincuenta años después un bárbaro llegó a la comuna y se empeñó en dejar ese pueblo que flotaba en medio de la pampa, como un islote a la deriva, en un páramo, sin un mísero arbolito donde se refrescaran de sombra las iguanas.

Pero si yo lo pienso como era en ese tiempo tan remoto no puedo dejar de verla como la veo en los sueños, casi llena de esplendor otoñal, cuando los pájaros se refugiaban a dormir en esas últimas hojas agónicas que irían a proteger sus sueños nocturnos y el griterío de los gorriones obturaba con sus ruidos hasta la raíz violeta de todos los crepúsculos.

Esa calle nacía en los hondos zanjones del barrio Las Ranas y era cortada por las vías del tren, festoneadas por altísimos hinojales donde se perdía un jinete montado, proseguía luego, en la esquina de la "casa Bessone" y cuando comenzaba la tercera estaba el boliche de mi abuelo. La calle desde allí seguía hasta morir en una cortada donde vivían los Prámparo. Valentín a quien llamaba El manco, con su hijo del mismo nombre a quien nombraban Luisito, que era su segundo nombre, ya que se llamaba como el padre; en una casa continua vivían los abuelos de Luisito --compañero de primaria- y también una tía soltera de nombre Antonia, en frente vivían mi tío Berto y su familia, los Gaffuri y el famoso carrero a quien apodaban El Portugués. Revivir desde allí hasta el almacén de mi abuelo, que estaba en la misma vereda es un asunto muy arduo, pues se me superponen sucesivas imágenes, aún desde aquellos tiempos remotos en que el asfalto sólo era un sueño.

Porque en ese tiempo estábamos casi en estado de inocencia y de abandono inicial. Porque aquel tiempo era un tiempo fuera de los tiempos, un tiempo fijado, sin descanso, algo que no nos interfiere en su mero discurrir.

Si yo hoy me paro --imaginariamente, se entiende- en esa alta vereda de ladrillos bien cocidos, frente a esas lajas duras, de cemento, que la comuna ponía desde allí hasta la calle, para que en los días de lluvia, los valientes transeúntes no cayeran en esos hondos zanjones y fueran arrastrados por la corriente, si me paro digo, allí ¿qué recuerdo? ¿qué cosas, qué colores, qué tonalidades según la luz del día o la incidencia de las estaciones con sus mutaciones y sus expectativas?

Ya invierno, ya verano --siempre más altos y más luminosos y más libres - o en la brotante primavera de los frutos maduros y el porvenir de mariposas que irían a deflagar en la boca calcinada del verano. ¿Y el otoño? Siempre venía inflamando plátanos, estatuas, sublimando el galope del caballo en medio de lo noche, acariciando los rincones más queridos y añosos y más íntimos, guardando como una brasa bajo la ceniza lo mejor de nosotros y protegiendo los recuerdos más felices. Los que brotan con sólo pensar en ellos y uno no tarda en sentirse bien con pensarlo así.

Comprendo ahora que no describí esa calle todavía. Si yo me paro en esa alta esquina donde está el almacén y miro hacia el sur compruebo que olvidé todas las casas de la mano izquierda. Apenas entreveo el alto y vetusto caserón que estaba casi en la esquina, justo enfrente de mi abuelo y que era el Bar El Palenque de don Paco Olave. Pero como tal, es decir como edificio que estaba sobre la calle, no es hablar con precisión. Mejor esas habitaciones estaban con salida a la calle Mitre, es decir la transversal. Siguiendo esa línea sólo recuerdo la casa de mis tíos, María y Berto, de feliz y agradecida memoria y mis tres primas.

Entreveo un cerco de altos ligustros en toda esa cuadra y alguna casa que no reconoceré, quién vivía allí. Si trato de describir la otra, es decir la que empieza en el Almacén Las Colonias, los recuerdos son más precisos, si cabe la expresión, ya que esto se escribe sesenta años después.

Apenas pasado el edificio del almacén y las habitaciones de la familia, todo en un cuerpo, había una alta puerta de madera que daba a la calle, y el jardín de mi abuela y el aljibe. Luego en ese terreno había una casita donde vivieron mis tíos menores: Eduardo y Aurelio, hasta que el viejo los corrió con un talero, y al final el lugar sirvió para los trastos. Luego venía la casa de Ataliva Galván, muy señorial para el barrio. Posteriormente vivió la familia de don Juan Cuello, pero eso fue cuando yo ya era adolescente. Si seguimos por esa vereda de tierra (sólo lo que correspondía a la casa y al negocio de mi abuelo estaba cubierta por grandes ladrillos bien cocidos) estamos ya en la huerta de los portugueses. Allí moraban los Teixeira, familia compuesta por un carrero a quién justamente llamaban así por su nacionalidad y que era un hombre muy odiado porque maltrataba mucho a los caballos, su sobrina casada con el panadero Juan Pedrol --flaco, rubio, alto, de bigotazos anchos - muerto muy joven. Y más joven murió el Portuguesito Alberto Teixeira, otro de los sobrinos del carrero. Todavía lo recuerdo: en una reposera, con un libro entre las manos, delgado, demacrado y de bigotito fino, cuando pasábamos con mi madre por esa vereda, al ir yo corriendo delante de ella, era detenida por su voz dulce y desmayada, sus manos, ligeramente afiladas y pálidas, su rostro como sin sangre.

-¿Qué tal mi amigo?

Y un día detuvo a mi madre y le alcanzó un género para que me hiciera alguna ropa.

- Yo ya no lo usaré --le dijo.

Sé que conversaba conmigo, pero no recuerdo nada. Sólo que es una espina, de las primeras, que de vez en cuando aparece y que siempre me lastima.

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