Jueves, 2 de junio de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
Las historias que el hombre escribió en sus horas grises, en sus horas huecas, cuando los atardeceres se animaban impulsados por el fuego del crepúsculo, dejando su sangre sobre los troncos olvidados de los pinos; las historias que el hombre repetía, corregía, volvía a echar a rodar sobre la vida de los otros habitantes de ese pequeño pueblo perdido en la llanura, eran en general soñadas por él, con el sustrato de historias que otros le contaron, aunque la gente en gran parte terminaba tomándolas como ciertas, como si no fueran carne de ficción, como si el nudo del relato existiera, y como si no se pudiera crear la realidad de la narratividad más pura.
De todos modos aquel mundo ya acabado alguna vez había existido. Era un mundo abierto a los anchos amaneceres rodadores, cuando los días tenían el olor del caballo, y las siestas su orín agrio donde pululaban los grandes moscardones del verano, el mar de mariposas amarillas sobre los alfalfares que refrescaban las noches del verano, cuando sólo el violín de un grillo diminuto y escondido aserraba el pegajoso calor del anochecer.
Las tareas se habían cumplido con trabajosa rigurosidad y era la hora del descanso, cuando el campo quiere decir algo, como bien puedo citar borgeanamente. En esos tiempos y a esa hora en que el sol había muerto descabezándose en sangre violeta sobre los eucaliptos últimos, sobre los paraísos verdes y sobre esos fresnos de hojas cobrizas que ya habían caído en su totalidad y habían cubierto ese gran patio de tierra, donde los perros jugueteaban bajo la mirada agrisada y como lejana del abuelo ultramarino, pero ya aquerenciado a esta pampa que había trocado por los picos nevados de su aldehuela natal. Llegando a ese fin de tareas para descansar, y según la estación, se encendía ese inmenso farol. Si era verano se colgaba de un árbol frondoso del patio, un sauce alto y añoso, pero si era invierno se colgaba dentro del gran comedor con las vigas de maderas altas, o en primavera u otoño de la ancha galería de baldosas coloradas. Para las habitaciones se usaban las lámparas que mojaban esa larga mecha de kerosén y acompañaban --agigantando- las sombras en las paredes que escondía esa luz mezquina, olorosa y llena de silencios.
Estas son las historias que el hombre contaba cuando los amaneceres eran más altos que el mundo. Cuando los años se arracimaron sobre él y lo dejaron examine frente a tantos recuerdos, frente al vacío de un mundo que le quitaba todo, hasta el mínimo frescor del vacío sobre sus anegados misterios.
Algunas historias que este hombre escribió fueron leídas por mí en cuadernos ya amarillentos de olvido, con el ocre en borde de sus páginas como un oprobio y una miseria. Algo como vergonzoso de lo que se quiere huir, algo que no se puede aludir del recuerdo. Que de vez en cuando aparece en toda su luminosidad. Y entre los huecos que han dejado esas historias hay uno que se cuela de hace tiempo en todos los intersticios.
Mi tío Roque, hermano de mi madre, a la sazón en Rosario, vino a visitar a su novia, la bellísima tía Anita, quien vivía con su familia en una lejana chacra justo a un hondo canal. Era verano y mi tío, que paraba en mi casa en estos viajes de novio que hacía, trató de entusiasmar a mi madre con una visita a la chacra del tío Domingo Ciccarelli, un gringo bonachón que tenía su campo cerca de Cañada del Ucle. Mi madre aceptó, poco convencida, ya que mi padre estaba por volver del sur de la provincia de Buenos Aires donde anualmente iba de cosecha fina. Pidió el carro prestado con su correspondiente caballo al Pelado Míguez y partimos.
La familia del tío Domingo era numerosa. Tres hijos le trabajaban el campo porque él estaba muy grande, y se entretenía contándole historias a sus nietos numerosos, que por las noches leía en su original itálica del libro Corazón. Pasamos un día magnífico, los grandes jugando al truco luego de la homérica tallarinada y los chicos corriendo bajo un montecito de paraísos que estaba detrás de la casa. Cuando avanzaba la tarde una tormenta empezó a amenazar de manera preocupante, como suelen serlo este tipo de fenómenos en la llanura. Es cuando el campo demuestra entonces su desamparo, su condición de intemperie.
Fue inútil convencer a mi madre a que esperásemos la lluvia y volver al otro día. Temía --y con razón - la ira de mi padre que no consintió nunca nuestra ausencia cuando él regresaba a la casa, máxime cuando había estado (como esta vez) más de un mes afuera.
Mi tío ató el caballo al carro, de la casa trajeron una lona o una frazada vieja para que nos tapásemos mi madre y yo, mi tío cubierto por un gorrito de género que se empapó enseguida y una bolsa de arpillera a guisa de impermeable; y regresamos.
Me quedó esa imagen: mi tío manejando en el asiento, bajo las gotas implacables. Mi madre y yo sentados en la caja del carro, bajo ese manto que se empapó enseguida. Lluvia, relámpagos y truenos.
Cuando llegamos era noche cerrada.
Mi padre tardó en volver cinco días.
Esta es la historia dolorosa que el hombre olvidó contar.
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