Domingo, 12 de junio de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
A la casa la recuerdo poco, casi como en sueños, y su imagen es más que nada una sucesión que fui construyendo durante toda la vida. Estaba al costado del canal hondo en Colonia "La Catalana", creo. O tal vez no correspondiere exactamente a ella pero vamos -provisoriamente a decir (si me lo permiten los correctores de recuerdos ajenos) que estaba allí.
Lo que recuerdo es que no tenía nada que ver con todas las construcciones a la que mis escasos años estaban acostumbrados. En las chacras de entonces se levantaban las casas de ladrillos asentados en barro, con techos de chapas, tal vez galería al frente y sobre el mismo techo una sobrecubierta de cañas o mero pasto, es decir alfalfa seca para defenderse de los soles machazos de la pampa.
Pero vi también casas más parecidas a ranchos, con paredes de barro que rodeaban un interior de cañas o palos secos. Y arriba chapa herrumbrosa. Lo demás lo arreglaban los árboles: Paraísos, sauces, fresnos o algún sauce llorón para el mate posterior a la siesta.
En cambio esta casa que recuerdo es la última chacra de mi abuelo -la única que conocí ya que en las varias y sucesivas anteriores yo no habitaba este mundo . Con mi tío "Pancho" diferimos en el recuerdo de esa casa, único testigo de ella que me queda, porque se la llevó un incendio.
Había sido edificada en los últimos años del siglo XIX por uno de los primeros pobladores de la colonia, el alemán don Juan Burki, de generosa y fiel memoria a todos los que conocieron su humanidad, su vocación de servicio. La casa era maciza y se veía pronto, apenas uno se arrimaba a la tranquera de la cual la separaban un poco más de cien metros, aventuro hoy.
Una galería de arcadas amplias, una balaustrada de ladrillos y mármol y los grandes baldosones rojos del piso eran una invitación a la frescura, ya que en el frente, es decir delante de esa galería no recuerdo ningún árbol. Había y muchos, pero estaban en los patios traseros donde reinaba un inmenso molino que proveía de agua no sólo a la sed de la hacienda y la caballada (que era numerosa en ese tiempo porque no había llegado la mecanización rural) y tenía además cañerías de plomo que la proveían a toda la casa, en especial a la cocina y al baño.
Es probable que alguna vez nos hayamos quedado a dormir, porque recuerdo un alba luminosa y el ruido de un tropel desprolijo de caballos que uno de mis tíos había ido a los hondos potreros a buscarlos con el "nochero" que permanecía atado a un palanque para tal función.
Recuerdo o creo recordar mis pasos vacilantes de sueño que entraban a esa gran cocina donde dominaba esa inmensa "cocina económica" Nº 3 de hierro fundido donde ya la leche espumosa era entibiada por las manos hacendosas de mi abuela, quien me la serviría pronto en esos inmensos tazones sin asa que mi recuerdo retuvo como el utensilio usado en toda chacra que se preciara de tal. Unas cucharadas de cacao o café para acompañar el sabroso pan casero, esa generosa rodaja con esa manteca también casera que mi paladar extravió para siempre, ya que nunca más comí nada igual.
Para el tiempo de mi relato no sé si el campo pertenecía a don Juan Burki (que no conocí) o a su familia. Pero mi padre siempre se refería cuando hablaba de ese tiempo de esta manera: "Cuando el viejo Isaías estaba en la chacra de Burki". El viejo Isaías es obvio, era mi abuelo, pero él se refería como a un tercero, como si no fuese su padre. Para el caso es lo mismo porque mi familia nunca tuvo un mísero palmo de tierra a su nombre. Al campo sólo lo sufrieron y todos debieron emigrar en busca de mejores horizontes.
Lo cierto que esa casa sobresale como un promontorio de mi memoria por su solidez y su belleza, y cuando la recuerdo viene a mi mente los comentarios de mi hermano: Los alemanes adonde iban se procuraban las mínimas comodidades que traían de sus pueblos o lugares de origen.
Otra de las imágenes más remotas, que tengo, porque de ese campo mi abuelo se debió ir cuando yo no pasaba los cuatros años, es una tarde en que mis dos tíos menores -Eduardo y Aurelio aún estaban con el viejo. Me llevaron a pasear por el campo, caminando (o tal vez me hayan llevado a cococho) pero yo me veo caminando con ellos por el canal, que estaba lejos de la casa y que desaguaba la inundaciones de la Colonia. Para el tiempo de mi relato estaba seco, podríamos andar cómodamente por su cauce.
De pronto, Aurelio, el "Rubio" como todos le decíamos, se fue hasta el costado barrancoso y metió una mano en una especie de hueco que él mismo había cavado allí y sacó una pelota de trapo, me la mostró y la volvió a guardar. Hoy colijo que la había escondido allí porque mi abuelo les destruía todo lo que fueran distracciones que los alejaran del trabajo. Y mis tíos menores eran en ese tiempo, dos machachones llenos de vida y de inocencia campesinas.
Cuando regresábamos vimos una muchacha morena, de vestido rojo, de grandes ojos negros que nos estaba mirando parada en la barranca. Cambió algunas palabras con Aurelio y seguimos.
Es la novia de aquél- dijo señalándolo con picardía.
El "Ñato" iba unos metros delante nuestro y no dijo nada.
Pero cuando llegamos al puente y estábamos subiendo le miré los ojos y los tenía turbados. Estaba con el rostro granate de vergüenza y mi otro tío, el más chico, el "Rubio" largó una gran carcajada que se perdió sin gloria entre los altos pastizales de los costados del camino.
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