Lunes, 4 de julio de 2011 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
Sobre las manos, el peso del mundo. Y en cada dedo que caía, el reflejo de un sentido que se esfumaba, perdía, olvidaba. Un sol apenas vivo. Las ventanas abiertas mentían. Pudo haber dicho tres palabras menos. Pudo haber callado. Pudo, incluso, emitir ruidos groseros, una pedorrera pendenciera. Pero dijo lo que dijo y ahora se lamentaba. Dejó a un lado el cigarrillo que sostenía con la boca, apagado. No tenía ganas de fumar, ni de pensar en que lo mejor para él hubiera sido dejar de fumar, nunca fumar. Se asomó a la ventana y vio el corro de parientes, amigos y vecinos que, impacientes ya, esperaban una decisión. Uno de ellos, el menor de los Ramírez, miró hacia arriba y lo señaló. Se ocultó detrás de las cortinas, no se atrevía a dar la cara.
El reloj de la habitación marcó la hora, faltaba poco para el crepúsculo. Sus hijos lo hubieran apoyado, pero estaban lejos. Luquitas estudiaba en Francia y Mario, que le había salido cura, andaba misionando por Asia. Les enviaron telegramas, les escribieron mails y hasta intentaron una comunicación telefónica con Mario. Seguramente ya se habrían enterado, pero no podrían viajar. Y si lo hacían, llegarían en algunos días. Sin dudas ellos lo hubieran apoyado, pero era mejor que no vinieran, después de todo. No deberían descuidar sus obligaciones, sus vidas. Desde la cocina subía el aroma de la nueva tanda de café. Caía la noche y afuera comenzaba a refrescar. El murmullo de la gente reunida ahora en la sala lo atormentaba. Se sentía culpable, pero no podía. Así no podía.
Algunas veces no se puede pensar, esa es la verdad. Uno mira las cosas como desde un árbol y no le importa lo que ve. La tristeza es tan pesada que sólo se puede ser consciente de ella, de la pena. Y lo demás es como una carga, el peso del mundo sobre las manos. Maldita la realidad que trepa las ramas cuando ya una lágrima nos hubo alejado hace rato. Uno cae, y se da la cabeza contra las cosas que son y que están, y así y todo sigue sin pensar. Cuando la tristeza me llega, lo mejor sería quedarme en casa y dejar pasar el día, la semanas, los meses y hasta los años (se ha dado el caso) y evitarme las decisiones, porque siempre serán las equivocadas. La tristeza me hace extremista: o me hundo en la inmovilidad o corro buscando un techo para volar. No la vi llegar y aunque no es la primera, me sorprendió como a un novato. ¿Dónde ir? ¿A quién recurrir? ¿Con quién hablar? Recordé al cochero de Chejov, aquél que había perdido un hijo y no tenía con quien descargar sus penas. También el médico, otro personaje del escritor ruso, había perdido un hijo y se movía como un autómata cuando el marido engañado lo fue a buscar con urgencia para que atendiera a la fugitiva esposa "enferma". Menos mal que Chejov nunca usó la metáfora como un autómata, habría perdido la última fe que me quedaba, la literatura.
A duras penas logró juntar fuerzas para responder a los tímidos golpes a la puerta. Qué pasa, dijo, y la voz le pareció espantosa. Una hilera amorfa y pesada de palabras como piedras que caían sobre el piso y rebotaban con ruido sordo. Que dice doña Irma que si ya se decidió, dijo la vocecita al otro lado de la habitación. Era el Raulito. Qué cobardes, todos. Mandar a un pobre chiquito a enfrentarlo, a él, nada más que por ser el único a quien nadie iba a defender, nadie saldría a dar la cara por él, el más ladino e inocente de los hijos de Dios. No, todavía no, respondió y esta vez la voz casi inaudible se coló por el hueco de la cerradura y le dio seca y arenosa en el ojo de Raulito, que más curioso que amedrentado espiaba al pobre hombre que no se podía morir.
Definitivamente algunas veces no se puede pensar, ésa es la verdad. Mis manos temblaban como nunca antes. Y sentía un frío sin frío que hacía de mi cuerpo un río en pleno deshielo. Lo sentía de verdad, literalmente así, y además sabía que la metáfora no era gratuita, cosa que me pesaba todavía más. Me hubiese gustado que las cosas siguieran el rumbo normal para tales acontecimientos. Sin embargo los hechos se presentaron tal y cual nos incordiaba y había sido yo el primero en advertirlo. Qué va a pasar cuando alguno de nosotros muera, ¿eh? Qué va a ser de nosotros que añoramos el terruño, que nacimos como el trigo limpio y echamos raíces con el primer llanto. Qué será de nosotros cuando necesitemos el descanso más que el bonito brillo del verde oscuro de los dólares. Pero nadie me quiso escuchar. Nadie se atrevió a pensar en el verdadero, único y seguro destino que nos espera. "Todavía no teníamos un muerto", recordé de una vieja lectura. Y acá sí que teníamos. Cientos de muertos teníamos. Pero a quién le importó unos huesos fríos. A quién más que a mí y aquí estoy.
Otros golpes a la puerta, más violentos, le advirtieron que ya no era el chico el que venía a verlo. Y no se equivocaba. La voz cascada de doña Irma lo sobresaltó a tal punto que lo hubiese matado del susto si no hubiera estado muerto ya. A ver, por qué no se deja de joder y sale de una vez, le grito la vieja con palos en cada una de las palabras. No puedo así, le respondió. No sea chiquilín, ¿quiere? No son chiquilinadas, misia, así no puedo. Déjese de molestar, hombre de dios, que de acá lo llevamos al otro pueblo y bien lindo el nicho que le tienen preparado. Así no puedo, Irma. Así no. Bueno, quédese ahí si le da la gana, que a nosotros ya nos jodió bastante la paciencia, el cajón sale para el nicho sin usted, si no quiere, pero por favor, no nos moleste nunca más. Por el amor de Dios, nunca más.
Oí el ruido de la llave clausurando la puerta, los pasos apresurados de la vieja, el murmullo del corro, las discusiones. Los dedos que señalaban hacia lo alto, hacia mi ventana. El coche fúnebre del pueblo vecino que salía velozmente hacia la ruta para recuperar el tiempo perdido... Este es mi castigo. Esta sucia promesa de eternidad es mi castigo. Y todo porque yo no quería que vendieran el cementerio. Yo no me puedo morirme así, les dije. No puedo. No me creyeron, pero era verdad. Morí y ya ven que no puedo morirme así. Mi dios no es el mismo que el de ustedes, se los dije, se los advertí. Pero no me oyeron, no quisieron oírme. Y este sucio olvido en la eternidad de mi pueblo es el castigo por ser quien fui.
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