Sábado, 9 de julio de 2011 | Hoy
Por Miriam Cairo
"En cosas así consiste la perdición de la lectura.
Quien la probó, lo sabe".
Fernando Savater, "Leer y leer", en Loor al leer
Entré a la hora oscura del alba, trabajando cautelosamente, con los labios húmedos y las manos calientes. Y no podía volverme atrás porque la noche me empujaba.
Quede claro que no he salido indemne. Que no entré como una cachorra y salí como una loba. Puede que haya entrado como luz y salido como sombra. Con la misma capacidad de respirar y desconocer, pero más oscura.
Entré como entran las cosas secretas, subrepticiamente, sin nombre. Con una copa vacía, con un resoplo de flores. Sin alguien que me acompañe y con la luna en la espalda. Eramos dos, con mi sombra que no acostumbraba a beber flores, ni vino, ni escarcha, y que sólo sabía andar con los pies pegados a los míos. Entré y se murieron las formas de adentro y afuera. Las cosas relampagueaban en sus máscaras y no salí indemne.
Una vez que entré, no he querido más que seguir entrando. Si alguna vez me fui, fue por poco tiempo, y desde afuera me quedé pensando en la luna de allí dentro. En los pájaros blancos martillando magnolias negras. Pensé que no es cuestión de sentirse dentro de los libros, sino que los libros estén dentro de una. Pensé en todas las palabras que empiezan con C. En los nombres que empiezan con M. En los colores enemigos que se unen para pintar la tragedia. En los mundos que empiezan y terminan. En los mundos que sólo tienen un afuera y un adentro. En los libros que no han sido escritos. En los libros escritos que no han sido leídos. Pensé en la memoria de los hongos y las uvas, pensé la duración de un grito, en la duración de un silencio y en las bocas que respiran babas rojizas. Entré a temprana edad, con un olor liviano a sangre y a menta. Entré con miedos y con pasiones en ese mundo de letras húmedas como ramos de lirios, con hojas y bulbos. Entré y no salí indemne. En el organismo me quedó una nostalgia inmensa. Afuera, agonizante murmuraba "algo falta". Entonces volvía a entrar de noche como murciélago, de día como fantasma, siempre como un animal en su primera noche de cacería.
Con el viento de la noche calado en los huesos volví cuando todavía no me había ido. Entré invisible y salí marcada con una cruz lila. Entré en la piedra de locura y en el jardín de las delicias. Entré en la China de Li Bai como una sombra esclava. Entré con el biombo de jade y la almohada de seda. Entré a riesgo de perder la salida. Entré en el primer amor y en el último. Entré en el corazón de la desnuda que llevaba un sombrero de flores.
Quien lee lo que yo leo entra huevo y sale lagarto. Entra hombre y sale mujer. Entra mujer y sale página. Entra fulano y sale hombre antes de que la noche regrese a su noche y caiga en la fosa de la sombra.
Mahmud sabe que es tenue la diferencia entre una mujer y un árbol. Li Bai sabe que es tenue la diferencia entre yo y su sombra. Quien entra donde yo entro encuentra un solo idioma. Quien entra como yo entro, descubre que rara vez las primeras palabras conducen a las últimas. No es ése el modo de entrar donde yo entro. No es ése el modo de amar donde yo amo, ni el de morir donde yo muero.
Debido al hábito que tenía de entrar pez y salir océano, de decir yo y ser otra, de entrar con igual sigilo en una iglesia, en un paréntesis, en un cabaret o en un glosario, he tenido oportunidad de ver esqueletos revestidos de carne sentados en un restaurant fingiendo ser gente. Y encontrar después esos mismos personajes en otra página o en la vida, hablando de las mismas cosas, fingiendo impresiones que no les pertenecen.
A temprana edad entré magnolia y salí agapanto. Entre y salí con amoríos de pájaros. En toda edad entré lenguaje y salí palabra.
Entré sobresaltada y salí sobresalto.
Entré con esperanzas y salí preñada por un bulto moreno, fornido, esperanzado.
Entré con el corazón lleno y el estómago vacío en una estación de mil luces apagadas.
Entré Edipo y salí Yocasta, a la hora oscura, con los labios húmedos y las manos calientes. Y no podía volverme atrás porque la noche me empujaba.
Entré verbo y salí sigilo. Con la misma capacidad de respirar y desconocer. Después, por detrás me fijé en un hombre que venía por delante con una larga historia detrás y yo con un gran proyecto por venir que no tenía modo de darse por final. Y me quedé pensando en la desnuda con el sombrero de flores. Pensé que no es cuestión de sentirse dentro de los libros, sino que los libros estén dentro de una. Pensé en todas las palabras que empiezan con una letra hecha a imagen y semejanza de otra letra. Pensé en Augusto Monterroso. Entré pequeña y salí dinosaurio. Pensé en la memoria de los reducidores de cabeza, en la memoria del verdugo y en la de Venus de Milo. Pensé en todas las cabezas que rodaron por el mundo derramando memoria. Pensé en los lirios con hojas y bulbos. Pensé que siempre entro en los mismos libros a leer las mismas cosas. Pensé que nunca he salido. Pensé, ¿quién entra donde yo entro? ¿Quién respira lo que yo escribo?
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