Jueves, 22 de septiembre de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
¿Cuáles eran las tardes aquellas las que de una vez perdimos para siempre? ¿Las que se ocultaban junto al crepúsculo tan ancho como el mismo universo? ¿Las que usábamos en aquellas siestas hueras para los mayores pero riquísimas en aventuras para nosotros?
En esas siestas en que mi madre se ponía severa, entonces yo negociaba el quedarme adentro pero sin dormir. Ponía una esterilla de juncos -industria de la mano paterna- y me quedaba a la sombra de la casa, sombra que ayudaba ese ceibo donde colgaban la hamaca de mi hermano y la jaula de los canarios. Allí, con una pila de revistas de historietas y una buena cantidad de El Gráfico, de la colección paterna, me pasaba esas horas donde el sol producía un vaho en el ambiente que nadie se atrevía a hollar. Sólo algunas iguanas o lagartijas pequeñas que asomaban su cabecitas curiosas, sacando la larga lengua nerviosa y cruzaban la gramilla hirviente de la cortada.
Tejido de por medio -no sin saltar los canteros de flores de un pequeño jardín- estaba la libertad. Que nunca o casi nunca me atrevía a tomar porque mi padre era más que severo y mi madre era tan buena que faltarle la palabra habría sido traicionar su confianza. Por lo tanto nunca trasgredía esa advertencia, ese trato o esa veda. Por más que la barrita bullanguera viniera a buscarme.
Hasta las cuatro no salgo, les decía yo, invariable y tenaz. Era el pacto con mi madre si venía uno solo de ellos -podría ser Roberto, o algún otro- me arrimaba al tejido y como un preso hablaba en voz baja a través de él, sin contar con el millar de mariposas amarillas y blancas que venían del norte y tomaban el embudo verdeazul de esa cortada que bordeaban paraísos añosos y se iban hacia el campo. O tal vez merodearían en los callejones suburbanos donde abundaban las flores silvestres, en sus orillas donde los altos hinojales escondían los alambrados de púas al ojo viajero, ya jinete solitario o sulky veloz con caballito trotador, o hipante Ford A con barandas pintadas de color verdinegro. Como ese que usaba el Negro Tolosa, "despensero" de la Estancia Maldonado, imbatible y lejano en el rincón más cálido de toda memoria.
Venía puntual el Negro por el camino que empezaba en ese monte de tamariscos, pasaba por el puesto de Juárez y la tapera de don Miguel Bay, al que llamaban el Ruso, y ya orillando la Cañada del Gordo Compañy, entraba en la curva de Vélez, muy orondo hasta el almacén del Cholo Belluschi donde lo esperaba un Amargo Obrero fresco con soda al tono y allí desgranaría anécdotas rurales que canjearía por anécdotas o chismes del pueblo.
Sentado con la espalda contra la pared de mi casa, yo lo veía venir desde lejos. Primero aparecía el techo de la chata de color verde cuando pasaba el puente de lo que hoy es el Campo Gallücer, allí se delataba porque en ese lugar la calle formaba una pequeña lomita que hacía más evidente -desde lejos- la presencia de ese puente de madera. El Negro Tolosa era alto, delgado, fumaba Fontanares sin filtro y andaba siempre de pantalón oscuro, camisa blanca, un breve pañuelito al cuello y un sombrero Gardel requintado sobre la frente. Era bastante morocho u hoy me lo parece, lo que es casi segura su filiación santiagueña. Su esposa también era alta, morena y delgada. Tenía dos hijas, la mayor se casó con Piro Ortega y la menor con Carlitos Silva. Esto pasó cuando yo estaba todavía en mi pueblo y al partir no los vi más. Sé que vivían en ese entonces en el casco de la estancia vieja.
Por ese mismo camino, media hora más tarde vería a Inés Lynnen de Joeckers, la popular doña Inés, hija del dueño del campo, don Guillermo Lynnen. El "doña" le daría la gente como un reconocimiento de autoridad porque era entonces una mujer joven. Conducía una Vuaturé negra, pequeña, de dos asientos y en el lugar del baúl un asiento tapizado con su puerta a modo de espaldar donde viajaban sus tres hijas, dos rubias y una pelirroja: Inesita, Tuny y Silvia, respectivamente.
Era como el reloj de mi madre ver ese vehículo tirando tierra hacia el aire denso del verano y me parece oírla a mi madre:
Ahí viene doña Inés, son las cuatro y media. Tan puntual era esta mujer alemana, que me parece recordar como profesora de matemáticas en el colegio secundario.
Ese trayecto del campo hacia el pueblo lo hacía a diario y en rigor apenas entraba en él. Se dirigía directamente hacia el Club Huracán donde estaba la cancha de tenis en el predio deportivo. Allí jugaba con otras compañeras o amigas. Creo recordar a doña Leonor Tagliotti, Haydée Parapetti, Nelly Arlt de Hidalgo, Chichita Callegari y es fácil que me olvide de otras, tal vez muchas, porque flotan en ese magma resbaladizo de la memoria que cada vez permanece en una niebla más densa y que se aclara en alguna situación particular.
Como en ésta por ejemplo, en que recuerdo aquellas siestas perdidas, aquellas tardes perdidas.
No resisto la tentación de citar una carta de mi amigo Esteban Cárdenas, el popular Negro, desde su exilio misionero, al comentarle yo de las tardes de nuestra juventud que recordamos y hoy no están, cuánto de horas perdidas. Para siempre, le decía yo.
"¿Están perdidas para siempre aquellas tardes? No creo, nos unen en la memoria, en el recuerdo y nos impulsa a hacer más, a no dejar de hacer. No están perdidas Turco, las tenemos nosotros", concluye casi victorioso. Y tal vez tenga razón el Negro, es decir, mi amigo.
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