CONTRATAPA
› Por Javier E. Núñez
No sabemos bien cómo pasó. Ni siquiera los que lo conocíamos bastante podemos asegurar que las cosas hayan sido de un modo o del otro, pero a nadie se le cruza por la cabeza la posibilidad de que pudiera tener enemigos, o esas cosas que suelen definirse como enemigos. Al fin y al cabo el tipo era un escritor y las enemistades que genera la narrativa suelen ceñirse a la palabra escrita o a veces también a la oral, a lo sumo, en casos extremos, acabar con una trompada a tiempo en la penumbra de algún bar. Pero enemigos reales, Beltrán, que la única vez que estuvo en cierta clase de embrollo fue allá por los dieciséis -un entredicho con uno al que le decían Sapo, que se terminó en la popular de Newell's cuando el otro lo encañonó con un 32 oscuro y Beltrán sintió que tragaba arena y dejó de ir a la cancha por lo menos por doce o trece años-, enemigos reales no creo.
Nos queda tan solo suponer, imaginar, acaso inventar.
Podría ser que se hubiera metido en alguno de esos quilombos inverosímiles, tan absurdos o rebuscados que parecen ficciones. Digamos, por ejemplo, que uno de los jóvenes que se le acercaban cada tanto en el bar donde solía tomarse un cortado o una cerveza negra bien fría, uno de esos chicos que siempre traían una novela inédita en hojas mecanografiadas con los bordes doblados o un poemario anotado a mano en cuadernos de tapa blanda para pedirle opinión o una mano o aunque más no fuera la deferencia de leerlos, le hubiera entregado una obra prodigiosa, tan perfecta y deslumbrante que Beltrán esa noche se puso a llorar de envidia. Un gran cliché. Un tema trillado. Mejor. Así me ahorro explicaciones, argumentos y complejidades. Ya todos saben de qué va el asunto, lo vieron en películas de Hollywood o lo leyeron en algún lado. Saben que en esta suposición va a pasar lo que tiene que pasar: un accidente o una muerte azarosa que saque al autor del mapa, una oportunidad inesperada, una tentación inevitable.
Beltrán no me lo perdonaría. Seguro citaría a Chéjov, alguna frase de Chéjov sobre la originalidad. Tenía un respeto reverencial por los rusos, pero con Chéjov llegaba a extremos absurdos. El tío Antón, le decía, como si se tratase de un pariente mayor que siempre había estado cerca para clarificarle el camino con perlas de sabiduría. El tío Antón tenía una respuesta para todo y Beltrán las recordaba de memoria en los momentos oportunos, con el índice apuntando al techo del bar en una mesa atiborrada de pocillos de café. Que se jodan. Que se jodan Beltrán y el tío Antón por formar parte de esta suposición berreta, esta divagación absurda sobre cuestiones que nadie puede precisar.
Digamos, entonces, que pudo haber un autor, un manuscrito y un poquito de azar. Los detalles no vienen al caso. El autor podría haber tenido un accidente absurdo, inesperado, una de esas muertes tan ridículas que la tragedia casi queda en segundo plano. Atorado con pororó en el cine; de un infarto en el día de su cumpleaños cuando abrió la puerta y le gritaron "¡sorpresa!"; atropellado por un colectivo al bajar a la calle para no pasar por debajo de una escalera. Pudo haber venido, entonces, la tentación ineludible, la pesquisa incómoda de Beltrán para asegurarse que nadie más conocía el contenido del manuscrito, la determinación irreversible de apropiarse de la obra ajena.
Pero estas historias nunca terminan ahí, siempre pasa algo. Digamos, entonces, que el autor fallecido tenía un amigo íntimo viviendo en España que había recibido también, una copia de la obra. O por qué no: el autor no era el autor, sino un primer plagiario. La cuestión es poner en la historia a un tercero que aparezca de repente y se contacte con Beltrán. Alguien que configure una amenaza, que ponga a Beltrán al borde del escarnio y el ridículo. Alguien que lo obligue a tomar decisiones que nunca en su puta vida pensó que podía siquiera considerar.
Los que lo conocimos no nos atrevemos a asegurar qué podría haber hecho entonces. Quizás allí anide la cuestión de todo este asunto: el último Beltrán, el Beltrán de los últimos sucesos, ya no era el Beltrán que conocimos. Por eso parece imposible asociar este final violento con nuestros recuerdos.
Seguimos sin saber cómo pasó. Nos quedan los inventos, las especulaciones, la sarta de idioteces que se dicen en el bar cuando alguien lo nombra. Esta posibilidad de manuscritos plagiados y terceros que amenazan con exponerlo y un encuentro final en un descampado o una casa en construcción. Beltrán con una pistola en la cadera. Beltrán deshaciéndose del cuerpo y del arma. Beltrán alejándose por esquinas mal iluminadas, sintiendo el alivio de haberse librado del único que podía exponerlo, abrazando la ilusión de que ya nadie le arrebataría la gloria de una obra inmortal. Beltrán esperando el colectivo con las manos temblorosas y manchadas.
Quizá entonces oyó la voz.
Puede ser que Beltrán haya girado, confundido, sin entender. Puede ser que Beltrán haya mirado esos ojos enormes, esa cara lejanamente familiar, perdida entre recuerdos. La cara de un tipo que le hablaba de las casualidades y las cosas que nunca se olvidan y vaya a saberse qué más, hasta que al desconcertado Beltrán le llegó el apodo -Sapo- y los recuerdos borrosos de una tarde en la cancha hace tantos pero tantos años. Puede que incluso haya sido el mismo revólver.
A lo mejor Beltrán se rió con tristeza, se acordó del tío Antón y de las pistolas que aparecen en el primer acto y cerró los ojos porque tuvo la certeza de que esta vez algo iba a pasar.
Pero ya lo dije. No sabemos bien cómo fue. Esta es solamente una posibilidad.
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