Miércoles, 5 de octubre de 2011 | Hoy
Por Víctor Maini
Sorpransettti era casi una marca en Carcarañá, quizás porque se trataba de una de las últimas familias italianas afincadas en el pueblo, Nicola, Assunta y un bebé tan pequeño que algunos decían que había nacido en alta mar, pero el padre se tomaba todo el tiempo para aclarar que era nacido en Sicilia y que con sólo cinco días lo habían embarcado, pero que ahora, según pasan los años, "este ico mío, e má argentino que el dulce de leche", y que siempre fue la causa de mayor peso por la cual nunca pensó en volverse a su tierra.
Don Nico no tenía panadería ni vendía pastas, era fierrero "como don Enzo", tenía un taller mecánico y fue famoso como corredor de motos, ganando varios premios en el sur santafesino, pero hoy día, la fama era de su hijo Gino, también conocido en su infancia como el pipi, debido a su amor por Batman, por quien andaba siempre con una pollera negra atada al cuello y un antifaz de cartulina. Como en la casa no se decía ni una palabra en inglés, su padre lo llamaba "il uomo pipistrello", sobrenombre con el que se lo conocía en la cuadra. El tiempo se encargó en acortárselo a Pipi.
En la adolescencia, cuando se calzó la nueve de Campaña, cambió el apodo por el de Tanque Rojo, basado en su color, su tamaño y un par de redes rotas que lo llevaron rápidamente a jugar en primera y a entusiasmar a la mitad del pueblo.
No fue buena la impresión que tuve al verlo en la primera práctica que asistí como refuerzo para el club, su andar cansino, relajado como si estuviera en una sobremesa de bautismo, su sonrisa canchera, su falta de estado, parecía un gordo que ignoraba su condición de tal.
Daniel Gómez, un aguerrido número cuatro oriundo de Correa, me clavó su mirada de cobra todo el tiempo, puro músculo y muy pocas neuronas, caminaba con el cuerpo tirado hacia atrás como peatón bajando la Puccio o paseador de perros invisibles, respetaba la mitad de la cancha como un cura respeta la línea que divide el cielo del infierno, nunca soñó con mirarse en los ojos del arquero del equipo contrario, ni mucho menos pisar la otra área. Hay quienes contaban que cuando salió campeón con el Correa Atletic Club se negó a dar la vuelta olímpica por no cruzar la raya central.
Así como hay gente que estudia mucho pero sabe muy poco, hay quienes construyen su propia verdad después de arrastrarse mil veces a los pies del más hábil, del más guapo, del más poderoso, y están mucho más seguros de quiénes son y para que están en la vida. Con esa seguridad, y después de haberme sacado varias radiografías, se acercó antes de retirarse del entrenamiento para decirme: "Nosotros los de abajo estamos para aguantar las boludeces que hacen los de arriba, espero que vos no seas uno más".
Pero no todas fueron malas ese primer día. Me cayó muy bien el técnico, un tal Osvaldo Cassinoti, toda una leyenda por esos lares. Contaban que estuvo a punto de debutar en primera, pero en una práctica, cansado de los gritos de un entrenador amante del pizarrón y de las tácticas, se sacó la camiseta, la dobló como un alumno del turno tarde puede doblar la bandera después de arriarla, se la puso en los brazos del gritón y sin levantar la voz le dijo "discúlpeme, pero yo nací para jugar, no para ser jugado" y se fue de Ñuls y del profesionalismo para dedicarse a pueblear, jugando en Campaña varias temporadas.
Su prestigio estaba intacto y su talento también, lo demostraba en los entrenamientos en los que se mezclaba y manejaba la bocha con una sensibilidad en su pie derecho propia de los pintores sin manos, haciéndome pasar de largo sólo con pisar la pelota, las veces que quería.
Como vivíamos en el mismo barrio Echesortu de Rosario, empezó a traerme en su auto después de las prácticas, viajes en los que me enteré que era psicólogo, pero que su terapia personal era no dejar de pisar el verde césped, y que agradecía que su familia entendiera esa pasión inexplicable que lo seguía quemando por dentro como cuando jugaba en la canchita de Racing, o en la Buratovich, o atrás del Carrasco.
Los que decían que era una buena persona, me pareció que se habían quedado cortos, era un flor de tipo y de respetarlo ya había pasado a quererlo. Por su parte, me dio toda la confianza y en el primer partido después del receso me dio la once y la titularidad. Entré en reemplazo de Sergio Papirio, un puntero muy bueno, no me refiero a sus cualidades técnicas sino a su bondad extrema. Se hacía amigo fácilmente de sus marcadores personales tanto como del arquero contrario, privándolo este sentimiento de hacerle gol alguno.
Las instrucciones que tenía eran simples, explotar mi velocidad, desbordar y habilitarlo al Gino para que defina, juro que lo hice todas las veces que pude, pero el nueve, apático, estático y sin ganas la jugaba hacia atrás, me la devolvía, jugaba de pivote, convirtiéndose en la génesis de los contrataques que nos encontraban a todos a contrapierna.
El "saquen a la vaca del medio de la cancha" o "aflojá con las milanesas, lechón" era lo menos que se sentía del otro lado del alambrado, pero los insultos, las risas y las burlas parecían no hacer mella en nuestro centrodelantero durante todo el primer tiempo.
En el entretiempo, perdiendo dos a cero, ninguna indicación, ni advertencia, ni mucho menos retos para nadie. Me llamó la atención, pero "cada maestrito con su librito", decía mi abuelo, y así debía ser.
En el segundo tiempo fui testigo de una metamorfosis, la de Gino Sorpransetti en el Tanque Rojo, una fuerza impresionante, incontenible, arrolladora, otro tipo, tres goles hizo, dio vuelta el resultado, y quería seguir jugando, nunca había visto un caso así, mi sorpresa fue mayúscula.
Este fenómeno se repitió con una exatitud matemática el resto de los partidos jugados, a veces nos servía para ganar, otras no.
Una noche que volvíamos de una práctica, con la confianza y el cariño mutuo que nos teníamos me animé a preguntarle al técnico si no estábamos regalando un tiempo, por qué no lo ponía al tanque en el segundo tiempo y probaba con algún pibe de la reserva para poder ganar todos los partidos y llevarnos el título que hacía tantos años se venía negando.
Frenó el auto en frente al bar La Capilla", mirando a la puerta como queriéndola abrir con la mirada, me dijo "no te equivoques pibe, el técnico soy yo" y me bajé muy dolido, no por lo que me había dicho, estaba en todo su derecho, sino por la forma en la que se había expresado, sin mirarme a los ojos. ¿Que escondía? El sistema le había hecho torcer el brazo a él también, pobre tipo ¿Quién le armaba el equipo? ¿El presidente? ¿Don Nicola? ¿Había algún sobre? En fin, confieso que pensé lo peor.
La final la jugamos con Cremería. Un clásico y de visitante, no nos alcanzó el gol de Gino en el minuto 75 del partido. Nos esperaron bien y nos pegaron como para que guardáramos, apiadándose de mis contracturas y de la amargura de un campeonato perdido. Casinotti me tocó el hombro y me hizo una seña como para emprender el regreso.
Encapsulados en un triste silencio, fue el técnico quien se encargó de romperlo en el primer semáforo de Funes. "La gente se confunde con Gino" fue lo primero que dijo, "no tiene superado ni el destierro ni se siente para nada argentino" vomitó sobre el volante. El técnico había dado paso al psicólogo. "A veces pienso que ni le gusta el fútbol --agregó--. Transfirió su ansiedad por volver a su Italia, volviendo al arco que en el primer tiempo lo había sentido como propio. Los rivales los ve como obstáculos que le impiden volver a su casa, las redes rotas son las que no aguantaron su peso por colgarse como si se tratara de la placenta". Vomitó sobre el volante. "Por eso lo tenía que poner todo el partido", esto último me lo dijo mirándome a los ojos.
El alivio que sentí me hizo pasar el dolor de la derrota, y si bien siempre me dieron risa los diagnósticos cerrados de los psicólogos, nunca estuve tan de acuerdo con el del doctor, porque me servía para comprender el gesto de alivio del Tanque al terminar los partidos, completamente relajado, como realizado, feliz. Era el último que se iba, se duchaba, se afeitaba, acomodaba sus cosas con una prolijidad femenina en su bolso, para después apagar la luz, todo esto lo hacía silbando siempre el mismo tema, el mismo tango, siempre silbando Volver.
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