Viernes, 28 de octubre de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
¿Y si uno tiene en algún recóndito sitio de la memoria el recuerdo de una mañana luminosa?
Sucede que esa sensación se diluye tanto en el decurso de los años que dudamos ciertamente entre la vigilia y el sueño o el mero invento que puede servir para comenzar con estas palabras.
Tratándose de mí siempre habrá que considerar un cielo alto, y mucho espacio. A veces un atolladero de nubes, en ocasiones una tormenta que desgaja árboles, tira abajo sementeras, vuela algunos techos.
¿Y si uno imagina un cielo de pizarra lavado dando quietud sincera a la tarde?
Entonces una brisa apenas fresca, como suele ser allá en octubre, irisa levemente a las hojitas nuevas de los árboles, peina suavemente los pastos, se disciplina bajo las órdenes de un viento que viene del sur, todo eso bendecido por un sol que enciende hasta el más oscuro rincón del campo una luminosidad nunca antes vista.
Es imposible ubicar en un tiempo "real" aquello que vive, remotamente, recatadamente con una modorra que es casi un empecinamiento, al cabo, ¿verdad?
Entonces pongamos algo para comentar y seguir con este recuerdo, al relato: Fue allá lejos y hace tanto tiempo, lo escribo parafraseando a Hudson, claro. Aquel solitario que escribió en la tarde primera de la patria, el principio de todo, donde la mayoría estaba en un abandono inicial.
¿Qué habrá sido del carro de don Pedro Silva, con el cual vendía carne por el pueblo?
No sé quién habría diseñado tal originalidad, pero es digno de comentarse ya que la mirada directa nos está vedada por razones obvias.
La base debió ser un carro de altas ruedas y un par de varas más largas que el común. Pero la estructura que a eso se le había adosado constaba de un encofrado que con forma de bóveda terminaba siendo como una casa rodante. Se conducía al matungo a través de un ventanuco que tenía en el frente y que dejaba sacar las riendas y tal vez una mano para el látigo. Se debía manejar, tal vez un poco inclinado, porque también sobre ese frente tenía un pequeño tablón que oficiaba de mesa para hacer los cortes. A un costado iban los pedazos de reses sangrantes, colgadas de unos grandes ganchos. Enfrente, a todo lo largo del carro recuerdo en pequeño donde una sierra manual corría por una ranura para cortar la carne.
Pedro Silva era santiagueño como don Benicio Ardiles, su tío, titular de la "Carnicería del pueblo", para quien trabajaba.
Por las mañanas visitaba la clientela, casa por casa y en algunos días especiales, como los domingos a la mañana, atendiendo el reparto en algunas chacras vecinas. También era el matarife del Establecimiento, y en ese carácter, en las siestas calurosas o llenas de viento y de tierra o de lluvia o aún si el cierzo cubría el poblado y los huesos de sus habitantes, allá iba don Pedro al matadero, a matar esas reses y cargarlas en ese mismo carro, ya todo cubierto el interior de ganchos que traía esos animales aún calientes, sangrantes al traqueteo del carro.
Don Pedro Silva, ese hombre corpulento, que se peinaba desde la alta frente hasta la nuca, con una pelambre que hoy cualquiera envidiaría, era también un hombre muy servicial. Su mujer era alta, delgada, y morena y nunca salía. Tenían un hijo que se fue muy pronto del pueblo.
Todas las tardes -a las cuatro en invierno y a las cinco en verano- don Pedro Silva venía del matadero, cruzaba la esquina de Godoy, luego Croato y ataba su caballo en un árbol de doña María Cadorna, justo enfrente de la placita Sarmiento.
Todo eso estaba en mi barrio, y el matarife, don Pedro también.
Con Ricardito Spina espiábamos el paso de su carro, por las tardes, cuando cruzaba la esquina de Godoy y paraba a tomar mate en su casa, antes de llevar las reses a la carnicería.
Allí, con las monedas provistas por nuestras madres le comprábamos achuras y alguna molleja para tirar arriba de la parrilla, esa noche. Ahora colijo que eran estas vísceras el rebusque de don Pedro, ya que en la carnicería brillaban por su ausencia, como se dice.
Roberto Escudero me acota que tenía un ayudante, otro santiagueño, don Jaime Suárez, padre del "Negro" y de Víctor.
Ese inmenso carro rojo, que estaba cubierto prolijamente de una chapa claveteada, íntegramente, tal vez buscando impermeabilizar esa estructura, para preservar de la lluvia que alguna vez había sido pintado de un rojo violento, a mi recuerdo estaba desteñido como hoy a mi memoria, cuando venía pesadamente por la calle del "gordo" Fusco, atravesaba el costado de la quinta de mi abuela, frondosa de higueras y pimientos, apenas echando unos chorritos de tierra por sus ruedas gigantescas, recién salido del cementerio nuevo, que cuidaba "Yaco" Ortali, con su alto sulky que espantaba pájaros y perros, tan rápido corría en aquellos años que se fueron para siempre.
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