Jueves, 3 de noviembre de 2011 | Hoy
Por Jorge Isaías
Bien dicho, a bien respondida si la pregunta se me hiciere, no es el mate cocido una infusión que concite mi entusiasmo.
Según Amaro Villanueva, este "té mate" fue inventado por los jesuitas, que en la misiones no podían permitir que sus guaraníes se distrajeran del trabajo -que sería arduo de por sí- tomando mate en calabacitas y bombillas de caña, a la cual le adosaban una redecilla para que la yerba no pasara a la boca.
No puedo decir que esta bebida está entre mis preferidas, pero debo reconocer que cumple en mi biografía algo más que un símbolo, una marca tal vez que siempre llevo en el trajín del hogar humilde.
Dos cosas me traen a la mente la mención del mate cocido. La primera es íntima. Cotidiana. Por las mañanas mi madre me hacía unos suculentos cafés con leches recién ordeñada, gorda, nada de rebajas, traídas por los lecheros de entonces: los hermanos Brog, y Victorio Maiorano, don Angel Escudero, algún otro que olvido.
Como quien dice, el reparto comenzaba allí en esa cortada, por lo tanto en invierno era noche aún cuando chistaban los caballos y mi viejo salía con una ollita "para la familia", decía. Nunca le vi probar una gota de leche.
Este desayuno era acompañado por un buen trozo de galleta y a veces -muy pocas, ¡ay¡ para mi gusto- le pasaba un poco de manteca a una rebanada. Pero era un artículo muy caro, por lo que recuerdo.
Había que conformarse con comprar muy de vez en cuando medio paquete, que el "Cholo" Belluschi cortaba con perfección y maestría, ya que no venían sino en de 600 gramos.
Los parientes de las chacras cuando era la época nos traían factura de cerdo o manteca casera, verdadero manjar. Pero para abreviar diré que mi desayuno eran esa gran taza chacarera con el café con leche humeante.
Pero por las tardes la cosa cambiaba. Mi vieja me daba de merienda una taza de mate cocido con leche, que no me gustaba, pero que bebía sin chistar, como todos los niños de entonces y como ya a esa hora mi madre tenía la cocina limpia, yo era el encargado de lavarme mi propia taza.
Nunca pregunté, ni siquiera de adulto, esta costumbre, pero imagino que la razón estaría en el precio del café, siempre muy caro. Ellos, mis padres, tomaban mate amargo, en bombilla, tanto a la mañana como en la merienda. Tal vez comieran un pedazo de pan, pero no lo recuerdo.
El otro vestigio memorioso que tengo de esta infusión me resulta más compartido y más social. Era la merienda obligada que interrumpía los duros trabajos de entonces.
Diana Bellesi recuerda amorosa y certeramente la tarea de llevar el mate cocido al campo, cuando los cosecheros se tomaban un breve descanso para comer un pedazo de pan casero, un trozo de queso y unas rodajas de mortadela empujados por el vivificante y popular mate cocido. La tarea de transportar esa pava inmensa, de no menos de cinco litros la llevaban a cabo las mujeres más jóvenes de la chacra, seguida por una multitud de hermanitos menores que no se perdían oportunidad de pasar la aventura de cruzar grandes extensiones que tachonaban las flores blancas de la alfalfa hasta llegar al campo donde el trigo era segado por las heroicas trilladoras de entonces, como seguramente el maquinista desde su alto puesto de conductor veía de lejos ese heterogéneo movimiento de vestidos claros y sombreros grandes para cubrirse del solazo matador de diciembre, detenía el motor y esperaban el vivificante mate cocido. Cuando llegaban estaban sentados a la sombra de la máquina: el conductor, el bolsero y el costurero. Básicos pilares de la trilla de entonces, cuando se iban sembrando las bolsas por el campo y luego llegaban los alzadores, que eran siempre dos. Los llevaba un tractorcito que tiraba un acopladito para ir juntando el trigo. Esas bolsas se irían a estibar en los grandes galpones hasta que vendrían en camiones a retirarlas de la casa cerealera donde el chacarero tenía una cuenta, ya que además estas casas le vendían los arneses para los caballos, la ropa de trabajo e incluso la mercadería, ya que todos tenían un almacén de ramos generales.
Como se habían endeudado antes de la cosecha, entregada ésta no faltaba el colono que saliera derecho o aún con deudas a saldar con las cosechas venideras.
Es muy certero el recuerdo de Diana, uno estaba metido allí, entre mayores que comentaban sus historias, con su inflexión de oralidad. Para la memoria futura de esos chicos que ávidamente las tomábamos para recodarnos después.
Yo acompañaba a mi madre cuando llevaba el mate cocido a mi padre que trabajaba en los hornos de ladrillos de don Máximo Spizzo, no lejos de nuestra casa, pero había que dar un rodeo, ya que la calle Avellaneda moría en el cañaveral de don Juan Peralta, no estaba la ruta aún, por lo tanto, la calle tampoco estaba abierta. Dábamos un rodeo por la calle de los Correa y de los Vélez y llegábamos al Camino del Diablo, y allí, nomás, a la orilla del pueblo debíamos pasar entre los hilos de un alambrado y allí sí, estaban esos hombres sonrientes, cubiertos de barro, de tierra o de hollines infamantes.
Mi madre con su pava, yo con dos tazas, porque si bien ya había tomado en mi casa un rato antes, repetía porque quería acompañar a mi viejo.
Mi vieja abría un repasador y sacaba un pedazo de queso, otro de galleta, y ahí yo me sentía feliz, porque juntos tomábamos la verde infusión, muy por arriba volaban las cigüeñas, sosteniendo el sol con sus grandes alas como sábanas y un concierto de teros gritones hacía coro en ese rincón de un campo cuando todo era principio.
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