Miércoles, 9 de noviembre de 2011 | Hoy
Por Eugenio Previgliano
No me hubiera animado, no me hubiera atrevido, no se me hubiera ocurrido nunca, si no fuera porque la vi, y cuando le vi la mirada lenta, el peinado aún prolijo y elegante, y sus ojos grises que apenas se distinguían entre sus pestañas largas, supe que estaba agotada.
Yo ya sabía que una larga ristra de reuniones la había tenido más que entretenida, que había discutido con Alguien sobre los pasos a seguir. (Objetivos les llamamos; y les ponemos plazos). También eso se veía en su mirada tenue al atardecer. Llegada la oscuridad, habrían encontrado algún acuerdo, tal vez menos por sus puntos de contacto que por la urgencia de pasar la noche solos, alejados de la discusión, la charla y el intercambio. Eso pasa, las cosas se solucionan mejor y con más elegancia sobre la hora, y las coincidencias son más amigas de la sombra que del sol.
Yo creo que fue por eso y no por su presencia cotidiana, su humor ácido o su piel oscura que olerá a almizcle en la tórrida calidez de la playa, que me ofrecí a llevarla: por el cansancio, por el entusiasmo por terminar con los encuentros, contactos e intercambios no bien empezada la noche.
Profeso fidelidad a estas costumbres, me sirvo, de una botella verde que guardo en un aparador que heredé de Catalina, en una copa que nos regalaron en ocasión de mi segundo matrimonio -y que por suerte y desdicha quedó en el aparador-, una medida breve de un licor espeso que fabrican desde el siglo XIX en Escocia los descendientes de los siete hijos y dos hijas de Mr. Grant, y eso lo hago a la noche, al llegar a mi casa, vestido como esté y si es del caso sin aflojarme la corbata.
Pero esta vez le propuse llevarla. "La oscuridad se anticipa en invierno, hay cierta prisa en prender las luces; todo se parece demasiado a la agonía", parecía decir ella en su ensoñación invernal.
Sin embargo no dice nada; me veo en el compromiso de elogiarle los ojos que son propiedad del cansancio pero ella aún así calla, parece que fuera a decirme por ejemplo: "Me gusta el vestido de esa vidriera", pero no emite sonidos intelegibles por encima de la guitarra de Al Di Meola.
Antes, otros, nosotros, entonces jóvenes aún, solíamos improvisar sobre este tema junto con un saxofonista de Adrogué cuyo nombre no recuerdo, un bajista que ahora es arquitecto y el eximio guitarrista Germán López.
Durante horas tocábamos variaciones desde lo mismo y volvíamos por ahí al tema, que se llama creo, Río Ancho, sin dar cuenta del tiempo mientras la gente, a diferencia de ella ahí sentada en el asiento de la acompañante, hablaba de muchas e insospechadas cosas.
Como me late que algo la ha abandonado a esta hora sin que yo lo registre, es que termino sorprendido de preguntarle si ha adelgazado, si hay unos kilos menos en lo que conforma su cuerpo, si en los últimos días, semanas o meses; pero ella parece entender que preguntar esto es injusto, como si pensara "no me va a comer, no me va a comprar ropa, qué clase de información es ésa". Sentada ahí en ese asiento, mirando por la ventanilla las vidrieras iluminadas en la noche nueva, parece querer preguntar lo que ocurriría si no habláramos nada más hasta llegar a su casa. Pero los viajes en esta ciudad son siempre cortos, entonces ella promete un café pero para otro día y de pronto parece haber terminado de reflexionar sobre su faringe, el estómago, el intestino, delgado y grueso, cuando empieza a despedirse hasta el martes que viene, en una ceremonia grave que a mí se me hace demasiado larga incluso cuando, tal vez por darme esperanzas, hace algún comentario que parece tener que ver con el fin de semana. Me pongo tenso, deseo que se vaya ya, que termine la despedida, que no se acerque a darme un beso de compromiso, y con la mano mala le aprieto suavemente el brazo como un gesto de camaradería para convencerla de que no se acerque y apurar su retirada. Finalmente se despide hasta el martes que viene y yo miro y veo cómo abre primero la reja y después la puerta del edificio donde vive.
No la escucho, pero veo que cuando habla sola dice en voz alta algo sobre el cansancio que cree que la agobia, tal vez para asumir que el cansancio, el día, la noche, el tiempo, son cosas tangibles que hacen a la vida. Pero la vida se deja engañar por el tiempo, y yo la veo entrar en el ascensor y la imagino mirándose al espejo como todas las muchachas de su edad, quejándose del combate desigual contra sus fantasmas. Estoy por arrancar, pero me abstengo de iniciar la marcha porque una ambulancia con sus luces y su sirena arremete zigzagueante por la calzada buscando un mejor destino para el paciente que apenas puede respirar. Por eso el tiempo, que cuida del mundo todo, debe detenerse, recuerdo.
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