Viernes, 18 de noviembre de 2011 | Hoy
Por María Fernanda Rey
Parecía una víbora loca arrastrándome de dolor. Iba y venía por las calles o las veredas o no sé por donde.
Todo el día borracha, dando asco, pena y espanto a los que me cruzaban. Claro que yo pensaba lo mismo de ellos. Siempre me pasó eso. La gente me daba en ese orden: asco, pena, espanto. Nadie podía ser feliz y si lo eran, bien que lo disimulaban. Malditos malos actores. Siempre vi todo. Como ahora que, con este paso cansino, me veo reflejada en las vidrieras del centro (repleto de minitas cornudas, que bajan su pena comprando y de maridos infieles, que bajan su culpa pagando), y sólo veo lo que queda de mí.
Los despojos de lo que dejó un mal amor. Un terrible mal amor que, según mi precaria teoría, cumplió con el precepto criminal de las 3 C.
Sí señores. Asesinó mi Cabeza, mi Concha y mi Corazón de manera impiadosa.
Según mi terapeuta, a quién acabo de suicidar diciéndole que él no es quien carajo para decirme qué es lo que tengo que hacer con mi vida, el señor asesino de las 3 C, se salió con la suya.
No sólo me dejó, sino que me castró.
Entonces caigo en la cuenta horrenda de que, además de arrastrarme como una víbora loca y dolorida, soy incapaz de amar, de coger, de pensar en otro que no sea el maldito criminal.
El mismo que un buen día decidió llegar a mi vida.Y que otro día, no tan bueno a juzgar por mi presente, decidió dejarme vacía.Vacía como la nada misma, como un cero en silencio. Como una palabra inerte, como una ilusión que se fugó.
Y con esta que, entre mis manos con venas tajeadas, es la muerte de un gran amor.
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