Sábado, 19 de noviembre de 2011 | Hoy
Por Miriam Cairo
Lo hago acorralada entre la piel y el sentido. Interminablemente, interminablemente cuando la luna se rompe en pedazos y el hijo del vecino llora desnudo detrás del limonero. Lo hago contra viento y marea. Contra reloj. Contra natura. Con tracciones.
*
Lo hago algunas noches, que son todas las noches. Continuamente, continuamente, cuando la desamparada recorre los muelles recitando de memoria el alfabeto de los sueños.
Lo hago por lo que no aparece, por todo aquello que simplemente no es nada.
Por los que sólo piensan en lo suyo, en aparecer y aparecer, para que desaparezcan.
Lo hago por los que avanzan definitivamente hacia la zona críptica. Por las sonámbulas que no comen y toman agua para sobrevivir en su noche de bodas. Por las que serpentean hasta quedar sin voz. Por los que se alimentan de hibiscos y magnolias.
Lo hago por los monseñores que aman a Dios más que a los hombres. A los hombres más que a las mujeres. A las mujeres menos que al diablo. Lo hago por el cielo que hay dentro del infierno.
Lo hago por delante y por detrás. Por desmesura. Por amor. Por misterio. Por indecible. Por sospecha. Por etapas.
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Lo hago ante las piedras, para tropezarme. Ante mi ser que no es mío.
Ante la luz que ilumina a la niña mientras un chino cuenta la historia de la China. Y la niña dice que conoce algo sobre los ríos, algo sobre los poetas y algo sobre las montañas, pero nada más. Lo hago ante el chino que habla continuamente, continuamente, de la guerra del opio y de la primera República. Siempre lo mismo entre los hombres. De Oriente a Occidente rompen un país continuamente, continuamente y crean una república, luego la rompen y arman una nación; la rompen y hablan del Estado y luego lo rompen. Firman la paz y la rompen. Se quedan sin nada.
*
Lo hago con el sol demorado entre las páginas. Con el oído pegado al papel y a la hierba.
Lo hago boca arriba. Acogida por la matriz de quienes cantan y quienes cuentan. En el hueso cálido de un varón que deja reminiscencias de dulzura. Lo hago distinto. Lo hago sedienta. Lo hago a contrapelo, a trasluz, a baldes.
Lo hago con desconocidos, con vaivenes, con sombrero, con una raya delatora clamando besos diversos. Lo hago con sólo mirar hacia adentro. Lo hago con el verbo hacer del verbo escribir.
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Lo hago para abajo y para atrás, para arriba, para adelante, para siempre.
Lo hago para no escuchar la voz de la cordura. Para salvarme de su intransigencia, de su rictus, de su envoltorio.
Lo hago para plegar y desplegar la rosa. Para empezar de nuevo. Para las remotas criaturas. Para los universos minúsculos. Para los pasajeros del laberinto.
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Lo hago en pequeños cuencos. En papel de diario. En el bar.
Lo hago entre raíces de un planeta ciego. En vapor. En eclipse. En todos los rincones, sin paz y sin reclamo.
Lo hago al pie del día y en las destilaciones de la noche. En un tronco a la deriva. En las llagas que dejan ciertos muertos. En la cabeza borrascosa de los revolucionarios. En las reliquias del sueño.
*
Lo hago extramuros. Detrás de mí, delante de mí, lejos de mí, hacia las llamaradas, hacia el revés. Hacia la borra de alguna primavera. Hacia el guardián demente del porvenir, hacia el salto y la caída, hacia la precipitación.
*
Lo hago hasta la espesa anatomía de las flores carnívoras. Hasta la llama que se trenza con el agua. Lo hago como un instrumento de dolor que penetra hasta cierta profundidad y sana.
Lo hago hasta los árboles constelados. Hasta el color. Hasta cualquier cosa pequeñísima que nadie quisiera ver en este mundo.
*
Lo hago desde las manos que me faltan. Lo hago desde el otro lado.
Desde las napas de estupor. De sábado a sábado. Lo hago con una ceguera que ve más allá de los ojos abiertos. Lo hago, como todos, desde la palabra. Desde las horas que vuelan, que hago volar.
Lo hago desde los peces atrapados en la fosforescencia. Desde el joven que mata un pájaro y con la sangre escribe canciones sagradas sobre el agua. Lo hago desde los molinos, contra los gigantes.
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