CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
I. Antes que nada, ya no quiero ocultar que es posible pasarse todo el día buscando una palabra, y que en esa tarea se atraviesa el mundo.
Todo el afán por dividir la existencia entre real e irreal corresponde a los verdugos y a las verdugas. En tal sentido, si hay una palabra ejemplar, una palabra que me da la razón sobre la falsa división entre lo real y lo imaginario es la palabra Yo, ampliamente usada por propios y extraños.
II. Yo ha acaparado toda la atención de uno mismo. Y uno mismo es la máxima prueba de lo irreal de su Yo. De lo mutable. De lo polifónico. El mismo Yo va desde una presidenta hasta una mochilera. Desde un taxi boy hasta un suicida. Desde una enamorada hasta un editor. Yo consigue convencernos a todos de que es ése que se enuncia, aunque dicha convicción esté plagada de sinalefas.
III. Yo comete errores que Yo no comprende. Yo alcanza iluminaciones que Yo no domina. Yo tiene una historia desnarrada, una historia poética, pero sin embargo Yo completa solicitudes de empleo, responde a un nombre, dice habitar en un domicilio. Para facilitarle las cosas al resto del mundo, es decir a cada Yo que enuncia otro, Yo suele estar en la dirección que dice habitar, más aún, suele responder a los llamados telefónicos. Pero estas industrias y/o comprobaciones, tienen sus yerros. Claro que el resto del mundo, es decir, cada otro que se enuncia Yo, puede descansar en paz porque sólo un mínimo porcentaje de alucinados alcanza a tocar el otro lado del espejo donde se revela que Yo es otro.
IV. Sabemos que a esto lo han vislumbrado, primero Lautreamont, después Rimbaud, luego aquél ángel de los heterónimos, más acá, también Alejandra ha tocado el revés del espejo. Pero no nos detengamos en dioses ni en poetas, porque podríamos pensar que la ficcionalización del Yo es un arte para pocos. Sin embargo, es hora de que asumamos que el Yo que se enuncia requiere de tanta omnipotencia como la de un dios, de tanta inspiración como la de un poeta.
V. Vayamos a las pruebas que nos ofrece la gente común, que incluye presidentas, mochileras, suicidas, taxiboys, enamoradas y editores. Alguna de estas gentes de pronto puede sospechar que el Yo que la nombra es algo más de lo que pretende hacer creer y se anima a pasar a la fase dos: se llama por teléfono. El procedimiento es sencillo. Puede hacerlo al salir del gimnasio, o desde el baño del boliche gay, o desde el despacho, o desde el balcón, o desde la banquina: el procedimiento, digo, consiste en llamar desde el teléfono móvil al teléfono fijo del domicilio donde no debería haber nadie, si no está el Yo que lo habita. Entonces, escucha la voz de otro que responde. Una voz entre familiar y desconocida. Sobrecogido por la revelación, el Yo que llama corta, porque cree que no dispone de suficiente realidad para hacer frente a tanta irrealidad, o viceversa.
VI. El Yo que llama, presa de la incredulidad o la osadía, pasa a la fase tres: vuelve a llamar y esta vez se da a conocer. Entonces, el otro Yo, comprensivamente, le confiesa que ya ha recibido muchas llamadas de ese tenor. El Yo que llama quisiera sentir que el Yo que responde se burla, puesto que todo Yo de estos tiempos tiene tendencia a creerse un mejor Yo que los otros, pero el tono de voz del Yo que responde es completamente honesto y creíble. Entonces, el Yo que llama se despide con amabilidad y sube a su auto en caso de que maneje, o pide al chofer que lo lleve en caso de que tenga chofer, o toma un taxi en caso de que tenga dinero, o hace dedo, en caso de estar en la banquina de una ruta que lo lleva a El Bolsón, o corre desesperadamente en caso de estar prostituyéndose a pocas cuadras de su casa, y llega con la ilusión de encontrar a ese Yo amable e íntimo en su domicilio.
VII. El Yo que llega pone la llave en la puerta y abre con una ansiedad trémula, valiente, desordenada, porque anhela ser recibido con un abrazo por ese otro Yo que está en su casa y se ha hecho audible.
VIII. Triste puede ser su ausencia, mucho más triste que inquietante. Pero esta gente, tan común como valiente, pasa a la fase siguiente (sea cual sea el número). Entonces, llama desde el teléfono fijo a su teléfono móvil pero no hay tono. El teléfono fijo no funciona. Y el Yo que no logra comunicarse comprende que ése que está sobre el mueble, no es como el resto de los teléfonos fijos. Ése ha dejado de ser un artefacto para convertirse en casa de Asterión. Una casa espiralada, sonora, llena o vacía de ondas. Y Asterión, sea por falta de pago, por penitencia o por arte poética, sólo puede recibir llamadas del Yo que llama, pero no puede emitirlas. Adviértase que no hay prueba más contundente para testificar la vacilación de lo existente.
IX. Pero, así como al comienzo he hecho una honesta confesión, aquí debo hacer una honesta advertencia: todo este episodio conviene sea sacado del aceitado circuito del mundo de las verdugas y los verdugos que dividen el mundo en real e irreal, porque lejos de comprender la epifanía, se preocuparán por hacer un llamado al 114, colapsado por los reclamos después de la tormenta. Una vez comprendido esto pasemos a la fase final:
X. Yo se pasa la vida buscando a Otro y Otro es Yo.
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