Miércoles, 8 de febrero de 2012 | Hoy
Por Marcia Bredice
Ningún interrogante fue resuelto con la celeridad con la que operan los buscadores del sistema informático. Su capacidad de pesquisa de datos es asombrosa. Que qué es la glándula tiroides, que cómo se debe trabajar para hacer un sobre de papel o lograr que un clavo no se doble, que qué cosas hay que ingerir para evitar la retención de líquidos, que cómo quitar las manchas de tinta de un tapizado o lograr un buen merengue italiano.
Más de veinte años atrás, cuando los ecos de los primeros ideadores digitales comenzaron a llegarnos, en una idealización futurista, oímos decir que estos sistemas salvarían a la humanidad. Los cursos de informática no eran materia frecuente (y los ordenadores no se compraban como se compran electrodomésticos); y quien quería aprender algo sobre el procesamiento de datos debía valerse de cualquier televisor viejo en desuso. Con un televisor en blanco y negro, de duras perillas de encendido y volumen, de carcaza gris y bordes blancos, un día de cada quince, mi hermano mayor asistía a sus clases de computación. Eso despertaba en mí una insaciable curiosidad. Qué era una computadora, para qué servía, qué cosas sabía la computadora que un chico inteligente no pudiera pensar. Presupuse que detrás de esa pantalla monocromática se escondía el alma mater de la sabiduría, la pitonisa del oráculo de Delfos, que podía responder a todas las preguntas, incluso las del corazón. Mis conjeturas no demoraron en ser ridiculizadas por la mirada superior de mi hermano que siempre prefirió creer en las habilidades de la ciencia por sobre las de la magia, y de a poco, mi ingenuidad imaginativa terminó por convencerse de que ese circuito electrónico no era más que una red de cables conectados dentro de una caja en la que no había ninguna sibila.
Los años y las tecnologías (y Marc Prensky, que acuñó el término) nos dividieron en nativos e inmigrantes digitales. A la generación de usuarios que tuvo que migrar hacia la digitalización de la información nunca se nos ofreció tanta información al instante. Y nos obnubilamos. Amamos la inmediatez con la que el motor de búsqueda de contenidos responde a cada una de nuestras curiosidades en ese conjunto de redes interconectadas de comunicación que es la Internet.
La información electrónica parece ser infinita cada vez que en la pantalla se despliega el largo listado de direcciones web que la World Wide Web nos sugiere.
Le preguntamos al señor Google cuanta cosa se nos ocurra. No sólo responderá los kilómetros existentes entre Santiago y Buenos Aires, sino también los litros de combustible que se gastarán, los peajes que se deberán pagar en el recorrido, los puestos policiales en los que habrá que detenerse y hasta la probabilidad de piquetes o manifestaciones sociales existentes en el trayecto. Siguiendo con atención algunos tutoriales, podés hacerte un peinado de peluquería en cinco pasos, encontrar la fórmula para bajar doce kilos en un mes, hackear una cuenta bancaria o instalar por primera vez un inodoro. También se puede leer resumidamente los puntos fundamentales de la filosofía aristotélica, la historia del cristianismo y el arte arquitectónico del siglo trece. En el espacio de búsqueda escribirás la pregunta y sólo con el dedo índice la enviarás. Según la velocidad de la red que dispongas, en pocos segundos Google te mandará el inventario de sitios, del que sólo usarás, exagerando, los tres primeros links.
Qué es, cómo es, cómo se hace, dónde está, por qué es, cuándo fue, qué hago. Minuto a minuto, miles de usuarios formulan las preguntas que otros tantos miles habrán de consultar. Hemón hubiese resuelto el enigma antes que Edipo y otro hubiese sido el rey de Tebas; Antígona hubiese sido primera dama y no una hermana errante y suicida; Sófocles no hubiese escrito su ciclo tebano de tragedias; Freud hubiese hablado del Complejo de enamorarse de papá; y la ruina de los cadmeos, la famosa Esfinge (ave, mujer y león), entrenada en el arte de formular enigmas se hubiese muerto de hambre al pie del Monte Ficio.
Las sacerdotisas de Apolo nunca hubiesen imaginado que los humanos lograríamos multiplicar las respuestas, que dejaríamos de creer en los minúsculos hombres sentados alrededor de un minúsculo micrófono escondidos en el interior de una radio; o en los enanos que nos dejaban caer una lata cuando poníamos la moneda en la máquina de gaseosas.
Ahora que los interrogantes dejaron de ser acertijos y que la curiosidad se desvanece apenas pasado el primer cuarto de hora, la búsqueda sigue intentando ceñir el ávido sondeo de la duda y la pregunta.
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