Miércoles, 7 de marzo de 2012 | Hoy
Por Marcia Bredice
Tiene los dedos en la boca. Sin darse cuenta, tiene los dedos de su mano derecha en la boca, mientras sostiene el libro con la izquierda. Todo a su alrededor se desvanece. El devaneo del resto de turistas le es imperceptible, como le es imperceptible el mar o los históricos monumentos frente a los que se sienta, apático, después de haberlos imaginado largamente.
No responde siquiera al teléfono que suena insistentemente durante ocho segundos. Nada existe para él, que termina por parecer un idiota. Nada lo distrae de la linealidad alterada de la trama, de la peregrina sucesión de los acontecimientos que le teje la ficción en su cabeza. Todos lo miran molestos. Se pasó la tarde leyendo y, en el paisaje público, leer es un acto incómodo.
Seis metros más allá, la escena se repite. Sólo que son dos. Ni la alternancia del mate ni el viento pegándoles en la cara los desconcentra. Parecen dos idiotas. El sol les pega de lleno en la hoja y la tinta se convierte en un blanco. Quedan ciegos, pero leen. Leen sin ver. Alternan clásicos con revistas pasatistas. No pueden deshacerse del bulto malamente encuadernado de sus ediciones baratas. No hay ni intercambio de palabras ni cambio de posiciones. Nada, fuera de sus libros, los conmueve. Leen cuando viajan y viajan cuando leen. Buscan destinos como sentidos. Cifran en sus libros los harapos del desconsuelo. Las páginas leídas los exorcizan del desasosiego, de la banalidad.
A ciento ochenta y cuatro millas, otros dos, otros cuatro, otros diez. Leen en subtes y trenes, en estaciones y andenes, en salas de espera y parques. Doblan el libro, lo apoyan en sus piernas y suspiran. Con la otra mano, la libre, se sostienen la cabeza. Cuando todos hablan, pasan ligera, nerviosamente las páginas y hacen notar su fastidio. Desoyen el rítmico sonar de tazas y cucharas de los bares del centro.
Más que lectores son leedores. Escanean la realidad a través de los diarios. Rumian la materia perfecta de la lengua como si fuese alimento balanceado.
Buscan. Persiguen la vana cifra de las formas. Los signos les dilatan la retina y destilan, del significante, la materia inalterable. Hacen desaparecer el mundo con un solo parpadeo. Desaparece todo en la débil vigilia de su gesto intelectual.
Se hinchan de libros. Suman fantasmas a sus días y a sus noches. Gimen la poesía, lloran sobre la métrica anquilosada del soneto. Se saben de memoria las primeras líneas de sus novelas preferidas, los años de edición y reedición, los epígrafes. Ven Quijanos y Quijotes en cada demencia, Bovaryes en cada lascivia, Raskolnikoves en cada asesinato, Emmas Zunzs en cada venganza. La ficción les roe los huesos del cráneo. Se duermen con la celulosa en la yema de los dedos mientras sueñan a Rimbaud, a Rilke, a Pushkin. Pasan días acariciando el lomo de sus libros, sacándoles el polvo.
Les duele la víscera cada vez que alguien les pide uno en préstamo. Releen los fragmentos que subrayaron en sus libros y las notas que escribieron en sus márgenes. Son insoportables en su obsesión por perpetuar. Saben, de lo real, lo innecesario. Se balancean en el vacío sinuoso del escepticismo y de la duda.
Aman los días de lluvia, el jazz y los misterios. Viven su vida con una tristeza medular. Caminan moribundos, fóbicos, mareados; moviendo la boca como si hablaran. Detrás de ellos va, ciega y exhausta, como una sombra, la locura.
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