CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
A Jorge Jäger.
A Charly y Leo
Ahora me doy cuenta que estoy lleno de voces.
Esas voces vienen de las horas primitivas, y están de algún modo en la matriz más escondida de aquella memoria y sus ecos, sus vibraciones y su tono me llega como hilito querendón en el mero recuerdo y también refranes.
Que en ese tiempo eran moda, lo cierto es que reverberan en la memoria como pequeñísimas explosiones que no dejan de iluminar los tiempos idos, no ya como nostalgia pegajosa, sino como derivaciones de un modo que se resiste en permanecer en las sombras y en el óxido de los tiempos idos.
Y también conversaciones que tenían los mayores y escenas y "salidas" humorísticas, algo que se disfrazaba de sentencia pero pretendía hacer reír, o, al menos que la reunión se convirtiera en algo grato, que hiciera, tal vez, más llevadera la existencia, de por sí bastante dura.
Una tarde, no recuerdo si era en algún club del pueblo, o en algunos de los tantos bares de entonces, mientras yo observaba una partida de truco, escuché a Felipe Lavari decir con toda seriedad esto que sonó a sentencia, tal vez por el tono, pero que no pasaba de humorístico.
-La mentira más piadosa de una mujer es cuando le dice a un hombre que es el padre de su hijo. Y siguió jugando, imperturbable, con sus grandes bigotes negros y sus dedos robustos de tirar las tetas de las vacas.
Él, Felipe y un hermano menor a quien apodaban Pato habían venido no sé de qué pueblo lejano a trabajar un tambo de la zona, porque en los años sesenta pululaban estos establecimientos por toda la colonia. Recuerdo un par de cosas de los hermanos Lavari: una era su condición de tamberos, otra que les gustaban los caballos y otra era que este gusto se extendía a las cuadreras.
Este tipo de competición muy criolla y de mucha raigambre en las tradiciones nuestras, hoy ha dejado de practicarse en la mayoría de los pueblos, según me cuentan.
Hace unos días, en una visita al pueblo fui hasta el antiguo camino que se usaba para tales fines en mis tiempos infantiles.
En el camino que conecta Gödeken con Colonia Hansen, pero el tramo que se usó para cuadreras empezaba en la casa del ballenero Baskas y no pasaba del tambo del Beto Delmaschio, hoy está casi cubierto por los yuyos, ese camino bien cuidado en otros tiempos hoy está como olvidado, se nota que nadie lo transita y tiene lo que fueron las grandes cunetas para drenar lluvias tapadas de hojas y de yuyos y hasta creí ver "colas de zorro" y algún chamico suelto, y todo el entorno sin recuerdo de las carreras que atronaron las tardes con sus caballitos que se bebían el viento en esos quinientos metros reglamentarios.
En esa calle una tarde un caballo mató un borracho que se cruzó en la pista improvisada. Se llamaba Domingo Corvalán y le decían El Pulga.
Sin salirnos de la zona, puedo decir que la otra calle, la que va del "Palo Pinto" hasta la casa que fue de Mingo Giuliano, pasando por el mítico bar de don Marcos Markicich y luego de su hermano Milo, justo frente a las torre de la Norte, cerealera que fue de la Cooperativa y se comió un incendio, tampoco pasa nadie. Los yuyos en su imperioso avance deben ser sometidos a las máquinas cortadoras para que no terminen obstruyendo un paso que muy poco gente usa.
En esta calle se paseaba don Juan Baras, recién salido del bar de Markicich gritando -muy borracho- ¡viva Perón! Y también gritaba a voz de cuello: -¡Después de Juancito Perón está mi padre!
Dicen y entre ellos estaba mi padre que un coche dobló en la esquina y no pudo evitarlo. Por suerte no lo mató, es más salió ileso, gritando sus mismos: ¡Vivas! Pero esta vez ya no le quedaba la borrachera, sólo el susto. Era 1950.
Casi en el mismo lugar, pero quince años después, mientras mis pocos años eran ocupados en ser ayudante del Mono Boccolini, sodero, y cuando sacaba los cajones vacíos del bar de Markicich, pasó delante de mí y de algunos parroquianos que tomaban sol en la vereda del boliche.
Eran cuatro o cinco jornaleros que trabajaban en la "Norte" y se habían cruzado a refrescar el garguero en un alto del trabajo.
Digo que por la calle pasó el Chino Bruno con su caballejo flaco, su bolsita de arpillera que suplantaba el apero criollo, del cual con seguridad carecería.
-Adiós Chino feo, gritó uno.
Y el hombre, flaco, viejo, pobre, contestó dándose vuelta apenas.
-Sí, pero querido por lindas mujeres...
Y la risa de todos se mezcló con el vuelo súbito de un grupo de palomas que enfilaron su destino hacia el trigal altísimo de don Juan Dallosta.
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