Miércoles, 28 de marzo de 2012 | Hoy
Por Gloria Lenardón
Es suficiente recordar ciertas fechas para estremecerse a costa de lo que acarrean, son como un río caudaloso, por un lado está el relato de las grandes hazañas que siempre salen a relucir en los grandes momentos, y por otro, el de las historias olvidadas, las perdidas en archivos de otros siglos, que aparecen de golpe cuando el pasado se remueve.
El Bicentenario de la Creación de la Bandera no fue una excepción, no solamente desplegó la bandera más larga del mundo (quizá, me lo pregunto, no se desplegó del todo porque ya en el 2009 contaba con un paño que superaba los diez kilómetros), que ondeó sobre los jardines impecables de los alrededores del Monumento, junto a los que rememoraron siguiendo el impulso de sus emociones, sino que también reflotó datos de otra época, algunos turbadores:
Las cuatro escuelas que Belgrano pidió que se construyeran con sus 40.000 pesos fuertes que le fueron otorgados como premio por las batallas de Salta y Tucumán, y que donó para ese fin, se terminaron en el 2004 (en Tarija fue la primera, inaugurada en 1974. Tarija ya era una ciudad boliviana; las de Santiago del Estero y Tucumán esperaron hasta 1997, la cuarta todavía un poco más, se inauguró en Jujuy en el 2004), todas con aportes de las provincias y la Nación. Entre la piedra fundamental puesta por el propio Manuel Belgrano y la última inauguración pasaron 191 años, otros son los chicos que se mueven por sus aulas y cantan Alta en el cielo, sostienen hoy la bandera interminable.
Como en todo festejo hubo música, bandas, cantantes, desfiles, la bandera máxima, la autoridad máxima: la presidenta de los argentinos. Durante los festejos florecían las reacciones. Los del patio del monumento habían cosido muchos tramos de bandera, uniendo los retazos que venían de otros puntos del país, levantaban laboriosamente los brazos por entre el gentío para estirar la ola de tela que avanzaba apabullando a cualquier otro paño que ondeara a la par. Blanqueaban como jazmines los pañuelos húmedos. "¡Quiero estar más cerca!", le gritó una mujer a su marido con los ojos puestos en la bandera, la máscara de las pestañas un poco ablandada por la emoción, avanzó un tramo y se volvió rápidamente. "¡No!, hay mucha gentuza, vamos para el otro lado"; "ya me lo imaginaba", contestó el marido: "Me vuelvo, te espero en el coche", y se alejó palpando en el bolsillo una de las llaves de su llavero gordo. Más tarde en el facebook, otra voz, era la de una mujer mayor, había subido su foto a la red, se la había sacado envuelta en la bandera, su espalda se ensanchaba de amor con las franjas celestes y blancas: "¿A usted también se lo arruinaron? ¡me arruinaron el festejo! Todos esos pibes manifestando, haciendo tanto ruido, me paralizaban". "¡Despegue!", contestó otro, también en red.
La aprobación por el espíritu de unión que apretujaba, que juntaba a todos codo con codo; el símbolo, la hermandad, la historia, se ventilaban en los discursos en esos momentos de amontonamiento al aire libre. Cada uno era como todo el mundo, estaba abajo mirando en la cima las luces, los fuegos artificiales que aparecían y se extinguían rápidamente con sus caracoles de colores, un brillo rápido en medio de la noche.
La bandera que cumplió doscientos años no tuvo un alumbramiento fácil, Belgrano, por su decisión: "He dispuesto para entusiasmar las tropas y estos habitantes... Siendo preciso enarbolar bandera y no teniéndola, la mandé hacer blanca y celeste como la escarapela nacional...", fue apercibido, amonestado por el gobierno de la Nación, a lo que Belgrano contestó: "La bandera la he recogido y la desharé para que no haya ni memoria de ella y se harán las banderas del regimiento número seis, sin necesidad de que aquella se note por persona alguna, pues si acaso me preguntaren por ella, responderé que se reserva para el día de una gran victoria para el ejército, como esta está lejos, todos la habrán olvidado y se contentarán con lo que se les presente".
Belgrano arrió la bandera, pero es la misma que hoy ondea en el Monumento sobre el jardín soleado que se extiende al pie. Luminosas sus palabras son para hacer memoria de cuántas veces fueron olvidadas: "La repartición de las riquezas hace la riqueza real y verdadera de un país, de un estado entero, elevándolo al mayor grado de felicidad". El comerciante rico que fue su padre, quedó lejos en su historia, otras fueron sus batallas, los bienes que persiguió. Veinticinco días antes de morir, y sin un peso para pagar al médico, escribe su testamento: "Declaro que debo... y al estado seiscientos pesos, que se compensarán en el ajuste de mi cuenta de sueldos..." Firmado: Juan Manuel Belgrano (como buscar en un jardín un ejemplar de un trébol de cuatro hojas; muy difícil de encontrar).
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