Jueves, 5 de abril de 2012 | Hoy
Por Jorge Isaías
A Roberto Escudero
En ese tiempo yo me hacía algún viajecito de vez en cuando a Berabevú.
Aunque eran sólo diez kilómetros, era toda una aventura viajar en el tren del mediodía que hacía el trayecto Rosario/Río Cuarto y en pocos minutos cubría la distancia a la localidad vecina.
Parafraseando al Coronel Baigorria que no teniendo en qué entretenerse se puso a escribir sus memorias, yo con quince años ávidos, comprendía que todo era bueno para huir del ya casi encierro de la rutina de vueltas al perro, jugar al fútbol, ir a la biblioteca por las tardes y tratar inútilmente de conquistar una chica, la salida era imperiosa hacia cualquier lugar.
Por lo tanto, cuando mi amigo Adolfo Bonomi me propuso ir a llevar cada semana o cada semana y media, sus trabajos de sastre a don Bautista Faga ni dudé. Aunque el pago era vacío de monedas, apenas los boletos de tren de segunda, en el General Mitre que había sido Central Argentino en la época de los ingleses, yo le hacía feliz el mandado.
Como en ese tiempo no conocía a casi a nadie, entregado el trabajo, tomaba el nuevo, si lo había y luego iba al bar de Camarasa, tomaba un café y esperaba hasta las cinco cuando volvía el tren que hacía el camino inverso hasta Rosario y me dejaba en el pueblo.
Don Faga era un hombre grueso, andaba siempre de traje oscuro, con chaleco y corbata y mi memoria lo acerca con una inmensa gorra cubriendo su calva y sombreando su cara redonda. Era un eximio jugador de ajedrez en el bar del club 9 de Julio, actividad donde ponía toda su concentración y movía las piezas tarareando canciones muy viejas que nadie conocía.
Don Faga tenía dos empleados en ese tiempo, que el amigo Roberto Escudero me ayuda a recordar, y no eran otros que aquel que apodaron Pato Chiquetti, y su sobrino Rubí Castaneto.
Roberto en ese tiempo era habitante de Beravebú y trabajaba en la sastrería de don Arnaldo Compañy, su propio tío. Con quien en algún momento recaló en Rosario, mudando allí el negocio. A la muerte del tío Arnaldo el local fue vendido y allí funcionó la Galería de Arte Krass, de don Gilberto Krasniasvsky, una de las más importantes que tuvo la ciudad en toda su historia. Pero éste pertenece a otro lote de recuerdos.
Volviendo a estos viajes modestos de mi adolescencia donde yo despuntaba con mucho deseo la pasión de horadar horizontes que ampliaran la mezquindad estrecha de las calles llenas de polvo y mariposas, de charcos, de huellones profundos que dejaban las altas ruedas de los carros que transportaban cereal, siempre en caravanas, siempre perseguidos por bandadas de torcazas y gorriones que comían los granos de maíz o de trigo y que a veces eran presa de nuestras gomeras asesinas. Esos pájaros eran como el bordado que la tarde presentaba al otoño nada presuroso, "íntimo como una pequeña plaza", al decir de Federico, como era tal vez aquella placita que todavía subsiste en la realidad actual con su busto de Sarmiento, su media docenas de pinos, sus dos cedros y ese eucalipto tal vez centenario, que el Negro Prieto ve constantemente desde la vidriera de su negocio donde vende pinturas y repuestos de autos y máquinas. Justo al lado de la casa que fue de don Pedro Silva, frente a las ruinas de lo que fue el almacén y bar del tristemente célebre don José Alé, quien al decir de mi padre murió invicto en las refriegas con sus parroquianos ásperos de modales y adictos a sus vinos tal vez aguado, pero siempre espirituosos.
Ciertas vez don José le había vendido al correntino Salustiano Mesa un par de bombachas de trabajo, al fiado, a pagar cuando terminara la cosecha y cobrara sus haberes. Pero no cumplió.
Había pasado un año desde ese día y el deudor cruzaba la famosa placita Sarmiento, y oyó el grito metálico y seductor de don José:
-¡Don Mesa! Y el ademán invitador. El hombre tal vez olvidadizo mordió el anzuelo.
-Tengo algo para usted don Mesa y colocó una bombacha sobre el mostrador.
Al hombre le interesó y pidió precio.
--Dos pesos, le dijo el Turco.
-La llevo don José. Y cuando puso la plata sobre el mostrador el otro la guardó en el cajón y la bombacha fue a la estantería.
-Turco ladrón, le dice Mesa y amaga sacar un cuchillo entre las ropas.
Con lentitud, casi con desprecio, con paciencia don José le advirtió.
-Esos dos pesos son por la que lleva puesta, si me da otros dos se lleva la nueva. Y no se retobe. Muchos como usted se fueron con la cabeza partida. Y le mostró un rayo de sulky de quebracho. Salustiano Mesa se dejó vencer por esos argumentos irrefutables.
Cuando el tren que me traía de Beravebú en estos viajes mágicos, aminoraba la marcha al pasar por el puente de la Laguna La Portada, y yo me entretenía mirando por la ventanilla esa bandada de garzas moras que entristecían el aire con sus gritos y perforaban ese cielo que no es cielo ni es azul, lástima grande que no sea verdad tanta belleza yo también diré como don Lupercio Leonardo de Argensola.
La poesía --escribió mi amigo Alfredo Veiravé-- es una relación de asociaciones interminables.
A mí, por ejemplo, me lleva de don Bautista Faga a Salustiano Mesa, y al Turco Alé, y no sé por que termino reuniéndolos en la misma página con un poeta de la corte aragonesa del siglo XVI.
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