Martes, 24 de abril de 2012 | Hoy
Por Víctor Maini
Contaba la misma historia en asados, cumpleaños, velorios o fiestas de fin de año, pero cuando me la contó a mí en exclusividad en un viejo boliche con sillas y mesas de madera, fue como si nunca se la hubiera oído antes. Que el club se había fundado hacía un par de años pero no tenía camiseta aún, que jugaron un partido por los colores contra un rival de Almagro, pero perdieron. Que su presidente, un tal Brichetto, trabajaba en el puerto y decidió que los colores de la divisa serían los mismos de la bandera del primer barco que entrara en la dársena al día siguiente, que corría el año 1907 y que la primera embarcación fue una sueca y de allí los colores, azul y amarillo. Me resultó apasionante el relato que además tuvo un apéndice inesperado, el hijo del protagonista había sido su amigo de farras y que una noche de húmedas confesiones le había contado un secreto. Cuando le pregunté "¿qué secreto?, tío", mientras pagaba su vermouth y mi naranjada, acompañando sus palabras con un guiño me dijo "si te lo contara dejaría de serlo, sobrino".
De risa fácil, alto, con fuerza de dos hombres juntos, mi tío Santiago se había pasado casi toda su vida embarcado, y aunque se veía que había cumplido con varios roles en su existencia se adivinaba que ninguno de ellos se había quedado con su libertad. Así lo expresaba en sus charlas, cuando parecía pensar en voz alta al decir que el hombre sólo tenía dos cosas, aunque le hicieran creer lo contrario, la vida y la libertad, y que tenía la obligación de cuidarlas hasta el final.
Sus desembarcos en las reuniones familiares nunca pasaban inadvertidas, polémico como pocos, sus intervenciones estaban siempre al borde de la discusión.
No fue la excepción, entonces, ese cumpleaños que me trajo de regalo la camiseta de Boca, con la nueve en la espalda, la original, la que usaba Pianeti, quien se la había regalado exclusivamente para mí.
No se hizo esperar la reacción de mi padre, quien le pidió que se dejara de hacerse el Popeye, que evitara cambiar mujeres como de camisas, y que se dedicara a tener un hijo para hacerlo del cuadro que más quisiera. Su hermano Santiago esa vez no contestó la provocación, sólo se limitó a usar una sonrisa triunfal, acorde el bautismo de un nuevo xeneise. Ese fin de semana me llevó a La Boca, comí pizza con fainá, caminé por Caminito, observé un cuadro de Quinquela donde estaba pintado el relato de mi tío, por la noche fuimos a "La Cantina del Angel", donde me sorprendió una gigantografía de la figurita de mi ídolo Angel Clemente Rojas, pintada sobre una pared con alas en la espalda. A Santiago lo conocían todos, desde el portero, pasando por los músicos hasta unas mujeres que lo besaban y se sentaban en sus rodillas. Al otro día, a la cancha, a ver a Boca que ganó con gol de Pianeti. Inolvidable.
Con el correr del tiempo, con el avance de la razón como un gran témpano, uno va mermando en su fanatismo, y se va haciendo hincha del escepticismo, comienza a ver negociados, intereses, estafas a la fe de la gente, sin dejar de sentir una sana envidia por aquellos que pueden seguir sintiendo como niños.
Debo confesar que para no quedar afuera de mis conciudadanos, intenté por el lado de los colores hacerme simpatizante de Central, pero así como integro una sociedad que fue avanzando en temas como la ley del divorcio, o la reciente ley del matrimonio igualitario o con los casi treinta años de democracia aprendió a ser tolerante en política y religión, lejos está de aceptar que alguien se cambie de cuadro sin pasar por el desprecio y la discriminación hasta de sus más caros amigos.
Cuando Zulema, la última mujer de mi tío, me llamó para que lo fuera a visitar, pensé cuánto tiempo hacía que no lo veía. Había estado para su cumpleaños número ochenta en donde antes de apagar las velitas de su torta con la forma de la bombonera, contó la historia entera, pero de eso habían pasado unos cuantos años.
Lo encontré hundido en su cama, con la muerte acomodándole la almohada, a punto de entregar las hilachas de vida que le quedaban, pero con la libertad casi intacta reflejada en su lucidez y su sentido del humor, muestra cabal de su inteligencia.
"Me pianto, sobrino, no hay tiempo de descuento", fue lo primero que me dijo, para después agregar "desde mis ochenta y nueve años, puedo asegurar que la vida es recontracorta". Bromeó que había tratado de negociar, pero que no había caso, que nunca se había llevado bien con las "altas esferas".
Me había mandado a llamar para contarme el secreto. Cuando le pregunté qué secreto, frunció el ceño y se esforzó en retarme, "el de la bandera, ¿o te olvidaste?".
Se sentó en la cama y pareció rejuvenecer antes de la revelación: "El primer barco que entró en la dársena aquella mañana, no fue el sueco, fue uno inglés, pero no era cualquier barco, no era cualquier bandera, era la bandera del enemigo, sobrino, por eso Brichetto no lo registró".
Cuando llegué a mi casa fui directamente al baúl donde mi mujer guarda la ropa vieja, sabía que no la había tirado, que en algún lado tenía que estar, y la encontré en el fondo, doblada como una bandera, la estiré sobre la cama, pensando que alguna vez esa camiseta me había resultado enorme, la hice flamear en mi dormitorio como si estuviera en el Riachuelo y gracias a ese secreto volví a sentirla tan diáfana y pura como cuando podía querer sin presentir.
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