Sábado, 16 de junio de 2012 | Hoy
Por Miriam Cairo
Los narradores suspirantes pueden decir una pena negrísima como un ala. Escriben sus amaneceres de lobos, sus cenas de astronautas, sus madrugadas de estibadores y sus almuerzos de ciclistas, sobre el papel de los días y de las noches. Besan las palabras tan severamente, tan soñadoramente que las chimeneas de las fábricas se parecen a las verdes gargantas de los lirios. Contra el apagón erótico dicen todo aquello que no tiene nombre porque alguien tiene que decirlo.
Mi padre me lo advirtió: lo malo que tienen los narradores suspirantes, es que soplan la noche hasta deshacerla, y esa rotura resulta irresistible, porque lo hacen con un lenguaje de alcohol, de caballo encabritado, de legumbre. Soplan la noche desde hace muchos años, como si fuera desde ayer. Fuertemente soplan. A sangre y fuego nos graban sus imágenes de animales nocturnos, sus estremecimientos de bestias, sus huesos de diablos.
Lo bueno de los narradores suspirantes, según mi padre, es que ponen todo bajo sospecha, con sus maneras de no decirse a sí mismos, o de decirse a través de voces que no los nombran, a través de palabras recobradas. Mi padre tenía esa forma de hablar y esa manera de leer como si todo en la vida fuera música o silencio.
Ahora que es el tiempo de los suspirantes, y que los suspiros no son un invento mío, puedo decirlo: los narradores suspirantes hablan con música de flores sobre muchachas bonitas que se confiesan besos rojos, besos bajos, besos negros en el baño de damas, mientras refuerzan el brillo de los labios o se levantan la pollera frente al espejo para cerciorarse de que los tres hilos de la ropa interior no se hayan desviado de su perfecto sitio. Con música de lagartos, los narradores musicantes hablan de la triste historia en la que un actor cómico se casa con una actriz dramática y dan a luz máscaras venecianas. Con música acuática hablan de los argonautas que atraviesan los mares peligrosos, enfrentan tempestades, liberan pueblos esclavos, siembran colmillos de dragones, ciegan ojos de monstruos, para luego dejarse atrapar en una red de velos y beber las gotas de rocío emanadas de la valva de Venus.
Una lee a los lectores musicantes, y no sabe hasta qué punto lo que lee es una palabra o un nota. No sabe si lo que está escrito es el jinete o el galope. Si lo que pasa es un cuerpo transparente o el susurro de una estrella que se eleva. Una no sabe si es cesura o es arpegio aquello que la embriaga.
Los libros suelen defraudar a quienes los escriben, según mi padre, porque se encuentran poseídos por la peligrosa tendencia a satisfacer a sus intérpretes. "El problema con la mayoría de los comentaristas es que por ver los árboles dejan de ver el bosque", dijo mi padre, en aquellas épocas en que yo no distinguía lo que era canción de lo que era ternura. Dijo, también, que los lectores suspirantes, a diferencias de los intérpretes, somos capaces de internarnos en el bosque para recoger pequeños suicidios silenciosos, pequeños nacimientos de monstruos, ínfimas gemas soñantes. Yo no estaba muy segura de mis suspiros, pero la música de su voz alentaba mi respiración y mi esperanza.
Tal vez, lo que estoy diciendo no sea lo que estoy recordando. Tal vez, el recuerdo esté construyendo mi pasado, porque los recuerdos no son lo que creemos ni tampoco lo contrario. Mi padre lo dijo muchas veces: recordamos para abolir la memoria. Y dijo también que los lectores suspirantes no rozamos las letras, imperceptiblemente, como arañas mansas, sino que nos hundimos, nos clavamos en ellas y las letras se mueven, las letras zarpan llevándonos al fluido, al perfume, al color de las cosas. Las letras nos llevan a casi todo. Nos llevan al hombre, nos llevan a la mujer, a los violines, a lo negro, a lo embestido, a lo suspirado.
Bajo la fuerza vigorosa de los pájaros, los narradores musicantes atraviesan los inviernos con la cresta curtida, rodando por los agujeros de la ausencia, resquebrajando las murallas de Dios y del César. En sus libros musicantes, Dios baja del plato volador y nos desova al pie de la montaña. Y, sin ser religiosos, nacemos como peces celestiales, nos subimos a la nave de Dios por el rayo láser de sus ojos para ver desde allá arriba al mundo. Por el mismo conducto auditivo, pasamos a los pasillos secretos del palacio del César, vigilados por algún órgano de seguridad que escabullimos y nos enteramos de que el César se quiere poner con algo gordo (como todo César). Y por destino poético del narrador suspirante, musicante, le vemos al César las dos caras. La cara de instar a los perseguidores y la cara de proteger a los perseguidos. La cara de beneficiar a los poseedores y la cara de consolar a los desposeídos. La cara de alentar a los pescadores y la cara de llorar a los pescados. Y todo esto ocurre en la aparente duermevela de los acentos, en el recóndito zumbido de las palabras.
Yo no sé por qué recuerdo todas estas cosas como si alguna vez hubieran ocurrido. Como si hiciera centenares de años que estoy suspirando alrededor de los sueños que acaban de nacer. Como si a partir de ahora las abejas que beben en el estanque de los pájaros duplicaran sus alas. Como si tragar la noche fuera un deber y no un delirio.
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