CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
Ya jubilado, mi abuelo Rubén empezó a pasar algún tiempo en la Biblioteca Popular Pocho Lepratti, dándole una mano a mi viejo en la organización. Recibía los libros que habían sido donados y se entregaba con minuciosidad a la tarea de catalogarlos, anotando en un cuaderno el título, autor y editorial. Casi siempre los libros eran usados, y a veces escondían alguna sorpresa, un hallazgo mínimo que al principio le provocaba cierto asombro o diversión. Una carta escondida e ilegible; una vieja tarjeta de visita; un folleto publicitario de la década del 70. Pero después esto también se tornó habitual y los papeles iban a parar al cesto sin ser leídos y las anotaciones eran pasadas de largo sin prestarles nunca atención.
Probablemente lo mismo hubiera pasado con ese libro de Emile Zola de no haber sido porque los nombres que aparecieron debajo de una anotación manuscrita en la página anterior al prólogo, eran los de sus propios padres.
Y porque el mensaje le estaba dirigido a él. Esto, que fue hace casi diez años, me lo cuenta ahora mientras tomamos un café.
Mi abuelo está por cumplir 85 y es un tipo jovial, de risa franca y hablar sereno.
Todavía maneja el mismo Renault 11 que hace veinte años, se emociona igual que siempre con el bandoneón de Troilo o con la orquesta de Piazzola --sólo que ahora los escucha en internet--, compra películas o series en DVD que a veces mira hasta la madrugada, y disfruta del vino en los asados y de las mujeres que le sosiegan la viudez. Pero hace diez años todavía pasaba el tiempo entre cajas de libros recibidos en donación para ocupar el tiempo y la cabeza en cosas que disimularan un poco el desconcierto que le sigue a la jubilación. Era una labor rutinaria, mecánica, que le llenaba las horas y le ayudaba a sentir --o a comprobar-- que todavía era útil para muchas cosas. Eran también los primeros tiempos de la biblioteca; los libros eran muchos y todo estaba por hacerse. Le asignaba un número a cada uno y le estampaba un sello en la primera página, y cuando los ojos o la mano se le cansaban se entretenía hablando con mi viejo o con Rubén Naranjo, que por entonces era director de la biblioteca.
--Me quedé petrificado --dice mi abuelo cuando recuerda el momento en que descubrió el libro y la anotación.
Se trata del primer tomo de Verdad, la tercera novela de la serie Los cuatro evangelios, de cuya última parte Justicia Zola sólo dejó las notas preliminares porque falleció --o lo asesinaron-- un 29 de septiembre de 1902. Una edición que debe datar de principios del siglo pasado.
Primero, me dice, había una fecha --1º de marzo de 1925-- y la firma de la madre: Josefa S. de Núñez. Más abajo, una leyenda posterior, escrita y firmada por el padre: "tus padres admiran tu trabajo. Noviembre de 1938". Mi abuelo hizo el cálculo: tenía once años. Recién entonces recordó que por esa época estaba en quinto grado y que la materia Trabajo Manual la daban en un taller en el que hacían encuadernación de libros usados. Lo revisó con expectativa, cuenta, o tal vez con algo parecido a la certidumbre. La encuadernación tosca --se veía las claras que había sido hecha por alguien sin ninguna experiencia-- le empezó a confirmar lo que su firma infantil en la última página acabó por corroborar: el libro que tenía en las manos había trazado un recorrido indescifrable durante los últimos sesenta años para volver a caer en sus manos de manera totalmente accidental.
El libro, sigue diciendo, debe haber pertenecido a su madre. Afirma que es de ella la letra que escribió "Tomo 1" en la primera página, probablemente después de algún percance con la tapa original. Del padre me dice que fue un obrero ferroviario que, de joven, había creído con firmeza casi inquebrantable en la revolución social. De joven.
Así lo dice.
Después hablamos del maravilloso entramado del azar y de la misteriosa peregrinación que se adivinaba detrás de las tapas gastadas de ese libro. Del asombro que a veces provocan las situaciones mínimas. Le conté, casi por asociación libre, que cuando estuve en México me detuve a ver una exposición fotográfica en el Jardín de la Unión de Guanajuato, frente al Teatro Juárez. No tenía título ni explicación alguna pero sí un orden que la hacía comprensible. Las fotos estaban enumeradas del 0 al 99 y cada una correspondía a una persona cuya edad coincidía con la numeración.
Arrancaba con un bebé y terminaba con un anciano, pasando por los todos los estadios intermedios sin dejar ni un solo año fuera de ese rango. Lugareños, turistas, hombres y mujeres, niños y ancianos, ricos y pobres, conformando un fresco enorme.
Y debajo de cada foto, un epígrafe o pie de foto. Una frase corta del retratado, o que definía al retratado si todavía no había aprendido o ya había dejado de poder hablar. Le cuento que la que más me gustó fue la de una mujer de 94 años. Corta, simple, reveladora: "Me sigo asombrando". Mi abuelo asiente. Le gusta. Es una buena definición.
Antes de irme le pregunto qué pasó con el libro.
--Me lo llevé, claro. Está en mi biblioteca.
Dice también que me lo legará algún día, que yo sabré valorarlo. Yo le digo que sí porque me gusta cualquier objeto que esconda una anécdota que me den ganas de contar. Y que para el libro ya habrá momento, ahora me alcanza con la historia.
Después de todo es una de esas situaciones mínimas, maravillosas, con libros que vuelven y extrañas coincidencias, que a mí me hubiera gustado inventar.
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