Mié 25.07.2012
rosario

CONTRATAPA

Breve tournée por la autopista Duarte

› Por Eugenio Previgliano

Tenés, me dice cuando habla sobre el color de sus propios ojos, que verlos de día a la luz del sol. Yo, sin embargo, noto que nunca en todo el tiempo que llevo mirándola, he reparado en el tenue y dulce color de sus ojos e incluso me pregunto porqué, si de sus encantos ese es uno que ella valora comentar, es que me ha pasado desapercibido, recluido como está, desde el primer instante en su propio destino de seducción.

Si te parece, le digo mientras guío el automóvil blanco por la carretera negra, antes de llegar, podemos detenernos un instante para descansar y llegar hecha una rosa, fresca, bella y cautivante como si nunca hubieras salido.

Ella sonríe de una sonrisa imperdonable y franca. De esta mujer sé, según sus propios labios carnosos, que una vez compró una linda mesa en un mercado de pulgas, tal vez en Bremen, hace algunos años. Sin embargo el viaje es corto, es de algunos minutos por la autopista radiante, pero se hace interesante a causa de la suavidad de su piel, de sus movimientos sencillos y de su voz que anticipa un mundo mejor, más justo, más reposado, más bello.

Llegaremos, me digo, mientras la veo beber de una copa exquisita y brillante un líquido chispeante de burbujas, y escucho esa música sinuosa, como de un saxo grueso y afilado que va saltando de rama en rama mientras la lluvia tropical inunda de un calor insoportable la entera selva cuando va cediendo en gotas para dejar una humedad porosa y densa que parece articular cada hoja, cada tronco, cada planta, cada árbol, llegaremos, decía que me digo, tal vez en media hora.

Después. Guiando por la autopista Duarte el automóvil blanco sentiré en mí y sólo dentro de mí, como un fondo, una melodía de desierto entonada por una trompeta distante sólo para mí, pero una palabra suya bastará para llevarme a la contemplación, a través del espejo retrovisor que he acomodado tantas veces para tenerla en mi campo visual, su sonrisa enorme, rotunda y elástica.

Cuando la escuche cantar, cuando ya hayamos cumplido con todas las formalidades del caso, cuando hayamos ya saludado a todos los que nos recibieran, cuando sienta que es irreal que ella esté cantando y yo tocando, cuando piense que ya es hora de dejar de soñarla, sin embargo, el color de sus ojos, seguirá innombrado y saturado como esté del placer sencillo de poder escucharla, tampoco se me ocurrirá gran cosa sobre esos ojos que, sin embargo resultan, a la mirada de tantos, un detalle principal de la composición completa.

Mientras tanto, según guío el automóvil blanco por la autopista Duarte, escucharé de ella con fascinada atención todo lo que diga, inmóvil como estoy a causa del viaje, de sus narraciones, de los duendes que habitan su piel, de su sonrisa, del sonar pueblerino de sus decires, de su encantador acento y de la propia autopista Duarte que en largos segmentos presenta unas anfractuosas irregularidades en el bitumen que por momentos cambian para mostrar las marcas del fresado de la carpeta asfáltica que dificultan un poco la conducción al automovilista.

Terminada la jornada y la noche, me despediré de ella en un pequeño instante. Sin embargo, al despedirme, notaré que ya he encontrado la clave que me hará soñarla hora y minuto porque en la despedida, según recordaré luego, le acaricié brevemente la mejilla y al retirarme unos centímetros, ví, fuerte, intenso, sorprendente, inquietante, un leve, levísimo rubor en sus mejillas.

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