CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
En ese tiempo los veranos podían sostenerse en el sonido estridente de las cigarras que detenían el silencio de una abeja y ponían equilibrio en la cintura del mundo. Las palomas zureaban desde muy temprano de una forma particular, las tijeretas circunscribían círculos en el aire límpido, estático. Mi madre entonces decía: "Hoy se prepara el calor, sólo falta que canten las chicharras". Chicharra era el nombre popular de esos bichitos que nunca vi porque se mimetizaban con las hojas de los árboles, y era inútil que uno buscara el origen de ese ruido estridente porque cuando creía descubrirlas, el ruido aparecía en otra parte.
Entonces, promediando la mañana una chillaba ostentosamente y luego otra y otra y luego un coro insistente que explotaba a lo largo de los paraísos, los fresnos, los siempreverdes, las higueras bobas y esos sauces majestuosos debajo de los cuales mi padre levantó un parrillero para gloria de los días, porque allí crepitaron las brasas de todos los asados cuando los días fueron felices e inolvidables.
Los calores más que sofocantes tenían una permisividad umbrosa bajo los árboles frondosos, siempre y cuando uno mantuviera una inmovilidad casi imposible para la nerviosa actividad a la que nos sometía nuestra propia inquietud, nuestro propio cúmulo de intereses inmediatos, porque al no mediar el compromiso de la escuela, el ocio era total y la disciplina hogareña muy laxa porque eran tiempos de cosecha fina, la del trigo, y mi padre andaba trepado a las trilladoras por diversos puntos de la pampa húmeda.
Muchas veces he escrito que en aquel tiempo las calles eran de tierra, y en el estío se juntaba un polvo de cinco centímetros que quemaba como brasa nuestros pies generalmente descalzos en la época, y que debíamos sortear como podíamos esa calcinación y pisar la gramilla refrescante de la vereda mientras íbamos haciendo los mandados.
En el tráfago de esos días veraniegos que partieron para siempre podíamos ver pasar el carro rechinante de Juan Ugolini con su carga preciada de sandías, las mujeres con pañuelos que protegían sus cabezas del sol ígneo, con sus delantales húmedos y sus manos con olor a perejil, a cebolla, a cualquier cosa que delatara la tarea interrumpida y que mientras compraban al hombre silencioso con su sombrero de corcho, aprovechaban para pasarse alguna información confidencial o una receta de cocina. Y como es casi de manual, la purretada merodeando esa exquisitez prometida, deseada y regalona.
Y, si era mediodía, el paso de don Francisco Spina, vecino y peluquero, contento en medio de la calle, la cabeza mal cubierta por una improvisada sombrilla de rama de paraíso cortada al paso. Don Francisco venía silbando, cantando o haciendo bromas a todo viandante que se le cruzara en el camino, grande o chico, le daba lo mismo: tal era su alegría de vivir.
Después de almorzar era la siesta sagrada, imposible de evitar por los mayores, y, de algún modo imposible no trasgredir por los más chicos. La cañada de Compañy era una alternativa que no se podía eludir porque el deseo del chapuzón refrescante valía cualquier sacrificio, hasta aquella que incluía una paliza o unos chancletazos muy benévolos de madre permisiva. Si por caso el que infligía el castigo era el padre, la cosa cambiaba en ciento ochenta grados.
Es que mi marido tiene la mano muy pesada, por eso no me gusta que le pegue a los chicos repetía mi madre en rueda de mates con tías o vecinas.
También pasaba a esa hora de la siesta el carrito de los helados, que en ese tiempo eran dos. El de don Zimo Callegari -con sus toldito blanco tirado por un caballo oscuro- y el de don Miguel Balagué, todo amarillo con su caballo blanco. Entre las dos y las cinco de la tarde, se paseaba por el pueblo el muchachito de turno voceando los preciados helados que uno para variar no compraba porque faltaba esa esquiva moneda de los pobres. Esos chicos eran mis amigos: Albertito Nocino, Valentín Prámparo, Roberto Vega, Hugo y Miguel Correa y algún otro que se quiso caer de mi memoria.
Al atardecer, ya bañados y vestidos con ropas decentes, nos darían permiso para dar una vuelta hasta el club donde los mayores estarían jugando al básquet y al final del partido las mesas se irían cubriendo con parsimoniosos parroquianos en procura de un vermouth con picada o una cerveza.
Con el sol todavía alto regresábamos a casa. Con suerte habríamos tomado algún helado.
En ese regreso no era raro que nos cruzáramos con el camioncito comunal del riego que manejaban don Pedro Aimetti, o Donato Yocco, según dieran los turnos. Ese camioncito cuyo radiador tenía una tapa de bronce iba tirando el agua en esas calles polvorientas que se aplacaban a medias con esos chorros, insuficientes tal vez para tanta avidez como no vieron otros tiempos.
Este era el tiempo del verano, con sus inconvenientes y sus cosas bellas, como eran el ocio y la alegría.
Aún faltaba mucho tiempo para el invierno, cuando la escarcha vendría para quedarse y las golondrinas cruzarían el aire, erráticas, haciendo justamente lo contrario: buscando el viento que las llevara hacia tierras cálidas hasta el próximo verano.
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