Mié 26.09.2012
rosario

CONTRATAPA

El calvario

› Por Víctor Maini

En mi barrio no había dispensario, atendía doña Angela. En pediatría daba soluciones al empacho, al mal de ojos y a dolores provocados por nervios recalcados y/o encimados. Prefería asistir a su consultorio antes que al de doña Petrona, mujer proveniente del campo, de manos fornidas, con otras prácticas mucho más directas sobre el cuerpo, las técnicas de tirar el cuerito o el de las ventosas eran realmente un sufrimiento.

Doña Angela parecía hacerle honor a su nombre, transmitía dulzura con su trato amable y su sonrisa que sólo desaparecía de su rostro ante los bostezos que le ocasionaba el método de la cura mediante la palabra. Tres días seguidos debía concurrir a sostener el extremo de un centímetro sobre mi estómago, mientras la miraba persignarse y decir algunas palabras entre susurros, creía ver algunas sombras en su mirada y como una manta de angustia volcada en sus hombros. Sobre una mesa redonda tenía un montón de santos, estampitas, cruces, velas y un portarretrato con una foto de un santo que nunca había visto y que se llevaba todas las flores. Cuando pregunté por su nombre, la curandera cruzó la mirada con la de mi madre, quien me respondió, "es san Enrique, un santo nuevo y es el que más la ayuda a la señora desde el cielo para curarte", me dijo mientras me corría muy sutilmente del borde de aquella mesa. Para no molestar me quedé mirando una serie de santos paganos que tenía el propietario de la casa colgados en una pared de la cocina. Un cuadro mostraba a Firpo arrojando a Dempsey afuera del ring, otro al "mono" Gatica dándole la mano a Perón desde el cuadrilátero y el tercero tenía la foto de una joven promesa luciendo una bata con los colores de la bandera Argentina con la palabra Peñaflor en el cinto, un tal Oscar "Ringo" Bonavena. Por la mañana había más gente, se formaba una larga fila de mujeres por calle San Juan, con ropa sudada de hombres en sus bolsos, objetos, fotos o simplemente nombres anotados en un papel. El que organizaba, daba números, cobraba y asistía a la mediadora era su esposo, conocido en el barrio como "el cacique". Hombre robusto, de tez oscura, pelo blanco, que solía andar con una biblia en la mano en donde guardaba los billetes que canjeaba por turnos. Por las tardes le gustaba pararse en la esquina de San Luis y Vera Mujica para mirar los autos pasar, allí sí tomaba el aspecto de cacique, con los brazos cruzados a la altura del pecho, parecía Toro Sentado, cuando mostraba la palma de su mano si alguien desde algún rodado lo saludaba con un bocinazo. Durante un almuerzo se me ocurrió preguntar "¿De qué tribu fue cacique el cacique?". Mi padre no demoró en contestar: "De la tribu de los HDP, es un vago, le gusta el trabajo como al perro la cebolla, es un ocho cuarenta que prostituyó a su mujer en la mentira". Ante tanto énfasis en la respuesta, todos callamos sin otorgar. En mi caso tenía mis dudas en que no trabajara, para mí era el encargado de la publicidad del negocio. Una tarde lo vi en la panadería de don Manuel contarle a un grupo de señoras como él mismo había sostenido la palangana con agua cristalina sobre la frente del hijo del doctor Ferrer, y después de unas palabras de su esposa, dicha agua se había llenado de sapitos, lombrices y ranas. Por supuesto que lo único cierto del relato era que el doctor Ferrer tenía un hijo, a quien muchas mujeres del barrio empezaron a saludar desde la lástima. También lo había visto trabajar en el terreno del fondo de su casa, el que daba a las vías, en donde tenía una gran cantidad de aves de corral y una quinta en la que sembraba hierbas aromáticas entre ellas ruda macho, de la cual, de tanto en tanto me regalaba un ramito para que me pusiera en los zapatos antes de ir a la escuela, aunque yo la usara para llevarla a la cancha. Fue en aquel terreno donde, con la biblia en la mano, me dio aquellos consejos que me llevaron a pensar que mi viejo se había quedado corto en sus conceptos. "Cuando busques novia, tenés que ir a una escuela de monjas" --me aseguró--, "de allí ya salen preparaditas, te la dejan en bandeja" y agitando el libro con su mano derecha prosiguió: "Acá adentro dice que su deseo se orientará hacia su marido y él la dominará". Está escrito, gritaba, y le sobró coraje para agregar un concepto más, sacado de sus propias vivencias, "antes de casarte, tenés que pegarle primero, si no se va, entonces será buena esposa". Fue por culpa del tano, dueño de La Gloria, que regalaba helados el día de la inauguración de temporada que me levantó fiebre aquella noche. Me llevaron de urgencia a doña Angela, como portador de un empacho hasta la cabeza. Nos atendió el marido, parecía otro hombre, con rostro desencajado y con su voz entrecortada nos dijo: "La patrona está mala, con mucha fiebre, estoy esperando la ambulancia". Mi madre le pidió que no la dejara sola y se ofreció para quedarse alguna noche en el hospital o para darle de comer a los animales. Fue allí donde el maltratador se quebró y entre sollozos alcanzó a decir: "Quédese usted con ella doña Blanca, yo no puedo verla así, delira y ya no me reconoce, me llama Enrique, me pregunta por qué tardé tanto tiempo en venir a buscarla, me suplica una y mil veces que la lleve conmigo que por favor le ponga fin a este calvario".

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