CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Llegó con tres valijas como cargando las tres heridas de Miguel Hernández. La más grande y pesada estaba repleta de libros, en la mediana traía algunas prendas y en la más pequeña, a modo de maletín guardaba los instrumentos de su profesión, pedicura. Sin muchas pretensiones con la habitación para alquilar, aclaró que estaba de paso, que sólo la usaría por las noches, que trabajaba todo el día visitando clientes y que dormir de día era morir.
Encantadora mujer madura, sus comentarios y dichos llamaban tanto la atención como su belleza, es más, parecía renegar de su atractivo, como que su hermosura era una pesada carga, que la colocaba en un lugar pasivo de conquista, cuando ella en realidad quería conquistar oídos, tenía mucho para decir, era mucho más que una cara o un cuerpo bonito.
Su elección a no ser madre, a no convertirse en una ama de casa común, a obtener su propio sustento como base para su libertad y al de alimentarse con poesía la habían llevado a ser marcada en una yerra formada por hombres empapados en rencor con la palabra loca. Nora Torres decía que el hombre era igual a los postes clavados en el campo, comenzaban a pudrirse por los extremos, por culpa del agua, en el caso del humano, a razón de la lluvia de los días, por la cabeza y los pies. Ella se ocupaba del arreglo de las bases, ardua y necesaria tarea. Lo que no decía era que su oficio le daba la oportunidad de meterse en distintas casas, conocer historias, y luego plasmarla en cuentos para sentirse plena en su vocación de escritora. Usaba un sombrero de grandes alas cuando trabajaba, para abortar cualquier cruce de miradas con el paciente que lo llevara a cortar algún suceso interesante. Aunque también aclaraba que había clientes que no tenían ni una historia para contar, acostumbrados a la nada, habían llevado una vida muy parecida a la de un poste. Aparentaba seguridad en sus conceptos, tomando una posición clara en cualquier discusión, generalmente terminaba preguntando, y cuando se la notaba vencida o sin respuesta terminaba mirando hacia arriba y exclamando "¡ayy José!", que parecía acercarla al catolicismo. Mi infancia no fue un escollo para su inquisitoria. "¿Por qué tenés tantos pájaros encerrados?", me preguntó una tarde. Me mostró una risa burlona después de que le contesté que siempre había amado a las aves, y me dijo: "No pibe, vos a lo sumo podrás quererlas, amar y querer nunca fueron sinónimos". Me aclaró que lo que yo quería era poseer su canto, los colores de sus plumas y sus formas sólo para mí mientras que aquel que ama lo primero que otorga es libertad a su amado. Me enseñó también que lo bello de las aves está en su vuelo y no en su canto ni en sus colores.
Creo que en un momento sintió piedad de mí y rascándome la cabeza mientras cambiaba su tono de voz por uno más maternal me hizo una propuesta. Dar libertad a mis presos por un solo pájaro amaestrado, que nunca se iba a escapar de mi lado y para el cual no necesitaría jaula alguna. Después de aceptar el trato, me acompañó hasta la terraza para la ceremonia de liberación y de vuelta en su habitación puso sobre mis manos un libro, El cuervo Banjo y me dijo: "Mientras lo vayas leyendo te irán creciendo alas en el alma y podrás salir a volar con él".
Una noche de verano en que me quedé a dormir con ella, antes de apagar el velador, leyó unos poemas de Alfonsina Storni que no entendí, sacó una foto de entre las hojas de un Martín Fierro que alguna vez le había regalado su padre, le dio un beso y le dijo "Hasta mañana José", era la foto de un hombre con una gran barba y una boina roja y de quien sólo dijo haber sido un hombre con convicciones que todavía extrañaba. Estuve mucho tiempo enojado con ella, hasta que crecí y pude entender lo que son las despedidas. Un sobre encontré al llegar de la escuela junto con la noticia de que se había ido para siempre. La carta sólo decía "no dejes que nadie recorte tus alas". No soy de dar explicaciones, aquel que sienta o piense para el mismo lado que yo entenderá mis acciones, por eso muchos piensan que es una cuestión de mal gusto que haya adaptado varios jaulones a modo de bibliotecas, tampoco entienden la incoherencia entre mi ateísmo y la exclamación "¡Aay María mía!", que cada tanto uso para descargar alguna impotencia. En ocasiones en que el abuso de poder de quienes lejos de amar desean poseer lo que nunca será de ellos, me lleva a tomar entre los "pájaros" de mis jaulones aquel primer libro, buscar entre sus plumas una foto de una mujer cada día más joven con sólo cuatro palabras al dorso "No me olvides, María". Hay hechos que me llevan al pasado, que me hacen acordar lecciones de vida tomadas en mi infancia, grabadas a fuego, que me obligan a no defraudar al pibe que fui, que me dan fuerzas para seguir a pesar de todo, como este libro, como esta foto, como esta historia en la que tan cierto es que nunca volví como que cumplí a rajatabla con su pedido.
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