CONTRATAPA
› Por Manuel Quaranta
No estudian. No trabajan. No tienen ganas de nada salvo de utilizar sus teléfonos celulares, mirar televisión y salir de noche a tomar un porrón. Esta es la adolescencia entendida hoy. Su lugar común. Incluso de este cóctel emergería, con el ineludible cambio de barrio, el enemigo público número uno de nuestros días: el adolescente pobre. Construcción mediática que comienza por definir un rasgo particular, la gorrita. El joven pobre es el otro radicalmente diferente. Asesino, ladrón, drogadicto, vago. Es el problema a erradicar. Si pretendemos vivir en paz, no queda otra, algo hay que hacer con ellos. Y para esto no nos debe temblar la mano: mano dura. Firme. Tolerancia cero.
Uno conoce las resistencias que, en general, los adultos oponen a los cambios, en todos los ámbitos, arte, ciencia, filosofía, etc.; es decir, lo terrible que nos resulta aceptar a las nuevas generaciones. En una palabra, al otro, la novedad, lo distinto: todo, pasado, fue, mejor. "Todo pasado fue mejor" proclaman con inusitado entusiasmo aquellos a los que el presente condena a permanecer al costado del camino observando cómo los jóvenes avanzan en busca de un futuro. No. Familia era la de antes. Amigos eran los de antes. Fútbol era el de antes. Música era la de antes. Claro, lo bueno solamente sucedió cuando su generación era la que actuaba. Hoy, en el crepúsculo, lo nuevo no tiene valor.
Lo anterior podría formar parte de una de las tantas lecturas válidas que se pueden hacer sobre un fenómeno. Una interpretación más. Sin embargo me gustaría profundizar aunque sea brevemente en la visión que, para decirlo brutalmente, los viejos tienen de los jóvenes. Y para este cometido no voy a utilizar una idea actual sino una definición que escribió un psicólogo o psiquiatra francés, Duprat, en 1909: "El adolescente es un vagabundo nato, loco por viajar, por moverse y profundamente inestable (...) La adolescencia es una enfermedad en potencia, con su patología propia y puede ser definida como una necesidad de actuar que entraña desdén por todo obstáculo o peligro y empuja al asesinato. De allí la necesidad de vigilar este estado mórbido" (Efrón, 1996).
La cita resulta paradójica. Si el problema no es de ahora, si hace cien años los adultos se quejaban de los jóvenes, entonces aquellos que hoy los estigmatizan fueron los estigmatizados de antaño. ¿Se entiende? Es como un círculo. Llegamos al ocaso de la vida y nos ponemos a denigrar a quienes la están comenzando. Así como lo hicieron nuestros antepasados, en un ejercicio que parecería no tener fin.
Una pregunta aquí se torna inevitable: ¿Por qué motivo? ¿Por qué tanto repudio? No lo sé. Es todo bastante extraño. Actualmente, y mucho más que hace un siglo, se eleva como un Dios a lo nuevo: el último modelo de auto, el último celular, el último televisor. Necesitamos lo nuevo y al mismo tiempo lo aborrecemos. Brindamos por las nuevas tecnologías y desechamos a los nuevos humanos. ¿Por qué? Y no sólo eso. Es notable, sobre todo en un sector social, la adolescentización (perdón por el neologismo) de los adultos: zapatillas, lugares de moda, celulares, lenguaje. Casi todo, otra vez, ligado al consumo. En este detalle sí nos parecemos. Todos consumimos. O por lo menos tratamos. Pero la pregunta sigue en pie, ¿por qué tanto odio? No sé. Pero no puedo creer que sea porque ya se nos pasó el tren. Porque ya no tenemos tantas fuerzas para viajar. Porque los peligros nos acechan. Porque no podemos eludir las responsabilidades. No puedo creer que sea simple envidia. No quiero creer que sólo denostamos a la juventud porque tienen todo el camino por delante para recorrer cuando nosotros, por desgracia, tenemos más anécdotas que futuro.
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