CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Para Justo Pezzino y Angelito Banquinta
Mientras miro comer paciente el postre a mi nieta Pilar suena el teléfono insistente.
Cuando al final atiendo, una voz que no acierto a precisar pero que indudablemente me es conocida, lee con toda parsimonia un texto que reconozco de mi autoría.
Es nada más ni nada menos que el inefable arquitecto Esteban Cárdenas, el querido y nunca bien ponderado Negro Cárdenas, mi amigo de aquella juventud cada vez más lejana, cada vez más extrema.
-Mientras almuerzo con un malbec que me salió redondo, te releo y quiero decirte que te quiero mucho --me dice riendo.
-Negro viejo y peludo -le digo como sabía decir mi padre- qué hacés, tanto tiempo.
Y nos trenzamos en un intercambio de informaciones, que a poco de iniciarse se estanca en alguna desmemoria mía, que al maldecir, mi amigo me recuerda.
-Pensá que estamos vivos Jorge, me recalca y tiene razón, como siempre.
El vive en Posadas hace muchos años y yo lo extraño y nos vemos poco. Aunque él tiene hijos y nietos aquí, casi no viene. Sucede que su novia vive en Concordia, entonces nunca llega hasta Rosario. Debo aclarar que cuando yo no acertaba con su voz, él me dio la contraseña:
-La verdadera patria son los amigos -frase que yo le copié al Turco Saer y que él nunca olvidó desde aquel texto que le escribí en 1990 y que está en el libro El País de la Infancia, que es justamente lo que tiene sobre la mesa y me está leyendo, mientras ese malbec oscuro baja lentamente por su garganta. Qué bellos son entonces los hilos misteriosos que nos ofrece la amistad y que la distancia no amilana su marcha, sino que se engrosa a la memoria como un río que va constantemente recibiendo afluentes hasta que se produzca esa magia que un llamado pone en movimiento, aún sin saber nada el uno del otro, pero sabemos que el afecto es un celoso centinela pronto a servir a la amistad.
Muchas veces he pensado por qué los amigos se han ido tan lejos, por más que contemos con la tecnología para tenerlos cerca. Yo no olvido que las inclemencias de este país, en alguna época, contribuyeron a esta diáspora que duele. Es el caso del Negro.
Tengo otro amigo en mi pueblo que canta tangos y que me regala botellas de vino. Y la última vez me obsequió un DVD con su voz, y su parada de cantor, porque es tanguero y me lo dio con una tarjeta que dice al final: "Gracias por recordar nuestros ancestros, y, en lo que mí me toca a mis abuelos. Nunca nadie, reflejó el sentir de los quirquinchenses en tan pocas palabras: 'No tiene río, no tiene puerto/ pero para mí es el mejor de los pueblos'". Y abajo dice: un abrazo Miguel Freddi.
¿Cómo no estar contento con estos amigos?
Y pensar en los amigos es como pensar en los caminos, en las distancias que se devoran mirando pasar los campos sembrados y esporádicamente grupos de árboles añosos donde alguna vez hubo una chacra, una familia, unos chicos que corrieron jugando debajo de esas sombras, que hoy sólo perturban los grupos de garzas volando hacia cañadas vecinas, o las cruzan hurones y cuises esquivos, que estarán seguramente más tranquilos al notar que el movimiento humano ha cesado. Salvo cuando entra una cosechadora a esos sembrados verdes, pero eluden obviamente los montes propicios para la paz solariega.
Y cuando uno dice amigos, dice también aquellos que dejó de ver en la infancia, que están en cualquier parte y que uno tiene un recuerdo borroso de sus rostros de niños, si es posible con el guardapolvo desgarrado por alguna espina, algún alambrado que saltábamos en aquel tiempo, en busca de una pelota que se cayó en un alfalfar.
Estos son los más memoriosos, los que de vez en cuando llaman y a través de la línea uno reconoce esa precisión por reproducir con extrema minucia las anécdotas y aun ese paisaje que solo permanece en nuestra lenta memoria sucesiva, la que no ceja de construir un mundo con esas hilachas que permiten que la amistad permanezca incólume como en los buenos viejos tiempos.
Cuando un gol a tiempo, un pelotazo clavado en un ángulo era aún en ese lugar pequeño el centro mismo del universo que nos espera con su gloria precisa, misteriosa y efímera.
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