CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Aristógenes pasa muchas horas fuera de casa. Apenas recorre el ágora de camino al Partenón. La desnuda se ocupa desnudamente de sus propios amores. El músico la deja hacer. No hay una autorización verbal, pero se sobreentiende. El sólo tiene la cabeza dentro de su obra. Da vueltas alrededor de ésta como un moscardón sobre el azúcar. Ni se acuerda de la desnuda que ofrece sus senos en la fotografía. Ya ni sabe cómo es una mujer.
Ella es una desnuda más allá de la palabra. Más allá de los dátiles y las libaciones. Existe como naturaleza tal. Antes de tomarse la fotografía se roza el pezón con una ramita de romero y llena de perfume el cuerpo, la habitación, la calle. Llega el aroma hasta el templo de Afrodita, rebota allí y se expande en el centro del Partenón.
Aristógenes, serio y callado, no se entera. Da vueltas alrededor de su teoría musical, alrededor de sí mismo, alrededor de la tablet donde la fotografía de la desnuda lo aclama y él sigue sin reacción.
Siendo muy tarde ya, de regreso a casa, el músico, se detiene a curar con su flauta a un loco que, después de escuchar una trompeta, tuvo un ataque de ira. Esta anécdota lo acompañará hasta la eternidad pero no le presta mucha atención porque está ansioso. Espera ser nombrado director de la escuela de música, ahora que el estagirita ha muerto. Los dos mil años de vigencia de sus Tratados armónicos son mérito suficiente. Su teoría empírica lo pone por encima de Teofrasto, su rival.
La desnuda sabe de los devaneos de su amado, sabe que no hay nada más difícil que distraer a un hombre de su trabajo, pero insiste. Se fotografía otra vez y le envía por mail un fragmento rojo de su desnudez. Aristógenes queda absorto. Una vez más absorto. El fragmento desnudo tiene un nombre imposible de nombrar y un poder de desvío contra el que debe luchar para no perder el hilo de sus propósitos teórico. El músico no puede nombrar lo que no tiene nombre, entonces, calla. La desnuda se vuelve loca. Se desnuda cada vez más. Fotografía dedos que desaparecen en una zona muy oscura. Fotografía la flecha invisible asestada en el corazón. Se fotografía por dentro y por fuera. Se pregunta por aquellos ojos ciegos, dónde estarán.
El músico sigue en la suma y resta de probabilidades. Sueña con el nombramiento, con los aplausos, con la nota en Canal à, con la tapa de los diarios. Sobre concéntricas ondas se mueve el discípulo de la Escuela Peripatética, gira, mira la foto desnuda, vuelve a girar. Gira y tiene miedo. Nunca lo dirá con su voz en el idioma del miedo. Pero el desasosiego no lo mata pues sabe que, pase lo que pase, la desnuda siempre se desnudará.
La desnuda va y viene de un lado a otro. Abandona las tablillas, se esmera en el jardín. Es absurdo tener sueños eróticos con un agapanto pero más absurdo es esperar que baje el músico de su pedestal.
Rojizos contornos convergen en su mano de trazar pasajes de ella misma, superiores a ella misma. Qué manera de trazar mientras Aristógenes, imbuido en su filosofar, no ve a la desnuda montada sobre la mitad del asombro haciendo piruetas en el aire.
El músico tiene los pies metidos en sus zapatos. La boca metida en un discurso que no pronunciará. Las piernas metidas en el pantalón. El pecho metido en una camisa. Los ojos apretados contra el libro. El oído pegado al teléfono. Las manos inútiles.
Ella no sabe qué hacer con su cuerpo mientras el filósofo profundiza en el carácter melifluo de la música jónica y cosas por el estilo. El único riesgo que corre Aristógenes, el único fastidio, es el gastado caparazón de adoraciones que se caen como bombachas en la escuela de teoría musical.
Nada prueba que su cuerpo haya muerto, ni que siga vivo. Pero la desnuda tiene fe en su poeta. Amor por su poeta. Deseo de su poeta y otra vez se desnuda. Pone la cámara sobre una mesa y abre las piernas. Cubre la fruta con los dedos. Si el músico y poeta no larga las teorías, si no la llama, la desnuda morirá en sus propias manos.
Arístogenes mantiene durante horas, en la pantalla de la tablet, las fotos de la desnuda. Va y viene de allí a su teoría, de su teoría a la demanda sexual. Pone una y otra vez el mismo CD. El Epitafio de Seikilos suena como lo que es: una canción para beber. Absorto en ciertos fragmentos de la desnuda, guiado por la música, el poeta, el compositor, el filósofo, se sobrepasa en sus actividades manuales. Grita el nombre de la desnuda. Lo grita en un tono fundamental y al otro lado del mundo o de la noche, ella le responde con el dedo metido en la más untuosa oscuridad. Semidesnudo, Aristógenes vuelve al libro y escribe aquella idea que perdurará a través de los siglos: "el alma y el cuerpo se relacionan con la misma armonía que las partes de un instrumento musical".
Pero, al cabo de varias semanas de insomnio y silencio, pese a todos los méritos de Aristógenes, Teofrasto es nombrado director de la escuela aristotélica. El músico se siente desolado. Deambula como perro herido por las calles de Atenas con el Blackberry en el bolsillo. Busca en vano algún mail de la desnuda en su teléfono. No recuerda cuándo fue la última vez que la llamó. La última vez que le hizo el amor por chat. Se arrepiente de su silencio, de su distracción. Teme que la desnuda haya lanzado su desnudez al ciberespacio y haya enamorado a otro internauta, algún troyano quizás. En medio de la noche y la esperanza, manda un SMS desesperado que llega montado en un carro de nereidas, flotando sobre un aire cercano al amor.
* Epitafio de Seikilos, canción del siglo II a.C.
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