CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Desde Buenos Aires me escribe mi amigo Antonio Cofré y con la ironía de la frase percibo su sentir: "¿Y los que están por la ciudad pulpo qué son, eh?". Y la referencia es clara, en mi texto Amigos nombro a un misionero adoptivo y a un quirquinchense; es decir: al Negro Cárdenas y a Miguel Freddi.
De algún modo su reclamo amistosamente me pone en un lugar donde nunca estuve; y rápidamente le contesto que allí, en la Capital de la mismísima República tengo muchos amigos, empezando por él que es un rosarino que emigró hacia allí hace cuarenta años.
Soy un cultor de la amistad y percibo que cuando los hilos verdaderos del afecto que ella conlleva, ponen de inmediato una inmensa e invisible malla en movimiento. Como por ejemplo, a Antonio y al mismísimo Negro Cárdenas los conocí en mis veinte años en la mítica librería Aries, de Reynaldo Pappalardo y del poeta Rubén Sevlever. Allí también conocí a otro entrañable; Jorge Jäger, y a tantos otros.
Esa librería, donde trabajé dos años, fue la base de lo que luego vendría. Es decir, casi como el principio de mi vida rosarina.
Y hay algo más, por si faltara para que Antonio no me reproche nada: él vivió en mi pueblo, cuando niño. Su padre trabajaba en el Ferrocarril, creo que de telegrafista en los tiempos de don Pedro Caro, es decir cuando fue Jefe de Estación y luego Juez de Paz del pueblo, y de él se cuentan diversas anécdotas aún, como por ejemplo cuando luego de cenar se llegaba hasta el club a hacerse una o varias partidas de naipes y no era raro que doña Remedios, su esposa, lo fuera a buscar unos minutos antes para hacerse cargo de su trabajo (por suerte la Estación estaba a menos de cien metros del club), cuando ya la tienda Blanco y Negro estaría por abrir sus puertas, en la esquina. Y quizás saludaría a alguno de sus socios, o don Cavallo o el padre de Carlito Calani, quienes de riguroso traje oscuro le harían alguna broma.
Don Pedro jugaría con varios amigos y lo habrá hecho seguramente con don Guallis Cavallín, idóneo de farmacia, ya que su esposa doña Eglantina era quien tenía el diploma y era titular de la Farmacia del pueblo, como rezaba el letrero pintado arriba de la puerta y la vidriera.
Otro hombre lleno de anécdotas, don Guallis, quien acuñó una frase célebre luego: "En mi casa mando yo, pero se hace lo que dice mi señora".
En esas épocas muy recatadas, donde los preservativos se vendían sólo en las farmacias, una vez entró un cliente y en el negocio había algunas señoras. El hombre tenía un tic y apenas lo vio don Guallis, se internó en una puerta por un pasillo oscuro y volvió con un paquetito y con un guiño de ojos le dijo: servido señor. El otro, anonadado, salió luego de pagar. Cuando don Guallis contó la anécdota en el Club, entre risas decía: "Cómo iba a saber yo que el hombre que entró haciendo una seña de truco tenía un tic y sólo buscaba un jarabe".
Estas cosas sucedían mientras el tiempo se arrastraba como una víbora soñolienta por las anchas calles llenas de polvo de mi pueblo, donde los negocios abrían puntualmente sus puertas atendidas por sus dueños de riguroso traje, con sus varios empleados embutidos en esa misma ropa, hecha a medida por uno de los varios sastres que trabajaban muy bien.
De don Pedro Caro se cuenta también su alta pasión de radical y su amistad con la familia Giuliano, rabiosamente militante de ese partido en una época donde el peronismo había irrumpido por primera vez en la historia.
La gente viajaba en tren y casi no salía del pueblo, salvo para hacer un trámite y volvía rápido, porque si tardaba un par de días podía ser asociado al ocio, que no se permitían estos inmigrantes duros o sus descendientes que habían mamado esa enseñanza. Para ellos sólo existía una cultura: la del trabajo.
El pavimento estaba a veinticinco kilómetros, en Firmat. Cuando llovía, si no fuera por el tren quedábamos aislados en un lodazal que en los temporales de invierno se convertía en una pesadilla que cada uno se disponía a superar como podía.
Estos eran los tiempos en que Antonio Cofré, mi amigo, vivió en el pueblo, aunque nosotros no nos conocimos. Y me resulta simpática su ironía donde me intima casi a mirar a la porteñidad con simpatía, como si él no fuera rosarino y en cambio hubiera nacido en Talcahuano y Corrientes, o mejor, en Callao y Santa Fe.
Como se puede ver a simple vista, todo esto sucede porque cuando la amistad es verdadera, atraviesa todas las instancias en la vida de un hombre. Como en este caso entre Antonio Cofré y yo.
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