CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
Le debo mi primer libro de cuentos a un par de amigos. Y, por añadidura, mucho de lo que vino después en mi vida literaria, que no puedo dimensionar más que desde el corazón porque se trata de las cosas que a uno le pasan cuando hace lo que ama. Hasta hace tres años escribía sin ningún tipo de expectativas, cuando y cómo podía, aferrado a la convicción de que a nadie más que a mí le interesaban las historias que me empeñaba en contar. Lo hacía en un blog que muy pocos leían, después de haberme convencido de que la edición era una meta inalcanzable --o, cuanto menos, remota y poco probable-- que no tenía ningún sentido continuar persiguiendo en vano. Probablemente hubiera seguido así durante mucho tiempo, o toda la vida. Pero hubo un encuentro casual, un abrazo, un asado con amigos a los que no veía desde hacía quince años. Y un libro que se empezó a gestar.
Después de terminar la secundaria perdí contacto con muchos de mis compañeros. Durante los primeros años hubo algunos reencuentros con el grupo de amigos más cercanos, esos que nos sentábamos siempre cerca en una de las alas del salón. Un asado en la casa de éste, unas pizzas en la casa de aquél. Nunca íbamos todos. Después, como suele ocurrir, cada uno fue haciendo su vida. Aunque dos o tres perseveramos con cierta regularidad, los años pasaron y hay gente que al día de hoy nunca he vuelto a ver. Guillermo Breitman podría haber sido uno de ellos. Y entonces yo no estaría contando esta anécdota. Ni, probablemente, ninguna otra en la contratapa de un diario.
Hacia finales del 2008 los hinchas de Newell's vivíamos una revolución. Después de 14 años de dictadura lopecista, y gracias a la lucha inclaudicable de un grupo de hinchas y socios autoconvocados, la posibilidad de que el club volviera a tener elecciones estaba cada vez más cerca. En una de esas marchas --el día que finalmente la movilización consiguió ingresar al club, a pesar de la presencia amenazante de los barras en el camping-- nos volvimos a encontrar. Estábamos eufóricos, cantando en medio de la gente que había tomado el playón de ingreso a la administración, cuando nos reconocimos. Nos fundimos en un abrazo. Apenas tuvimos tiempo de cruzar unas palabras, pero días más tarde nos buscamos por Facebook y poco después empezamos a encontrar a otra gente, a subir fotos viejas, a reírnos de las huellas del tiempo, a planear un encuentro multitudinario que siempre se postergaba. Para el verano de 2009, aprovechando que Martín Laurino pasaba unos días en Rosario --Martín es músico y está radicado desde hace años en Buenos Aires-- improvisamos un asado al que también arrastramos a Diego Mastrocésare y al Colo Cazzolli.
No tiene sentido abundar en detalles, los encuentros de este tipo suelen desarrollarse siempre más o menos igual: un poco ponerse al día, un poco revivir anécdotas, un poco gastarnos por las canas, la panza o la falta de pelo y la recuperación momentánea --con perdón de Fogwill-- de la larga risa de todos estos años. Repetíamos las mismas bromas que en los días de clase y nos reíamos a carcajadas, como si solamente la proximidad de aquellos con quienes la compartimos fuera capaz de devolvernos la ingenuidad y el desparpajo de la adolescencia. Pero también hubo tiempo para hablar de lo que hacíamos, lo que proyectábamos, lo que esperábamos.
Creo que fue después de comer, mientras terminábamos el vino en la sobremesa, cuando alguien me preguntó si seguía escribiendo. Seguramente dije que sí, que a veces lo hacía, que en algún momento lo había hecho con ilusión y esfuerzo en los momentos en que podía hacerme un rato, que después pasé dos años largos sin escribir una sola palabra, abocado al trabajo y a la familia porque había decidido dejar de perder el tiempo en algo que no me iba a llevar a ningún lado --como si la literatura fuera alguna especie de medio de transporte--, y que después volví a escribir porque me di cuenta que yo no era yo si no escribía. Y que había abierto un blog, y que ahí tenía algunos cuentos.
Y cuándo viene el libro, preguntó alguien más.
Es una pregunta que todo el mundo suele hacerle a cualquiera que escriba, o a cualquiera que afirme que escriba, como si los libros fueran el resultado natural de la acumulación de hojas en un cajón. Editar es complicado, dije yo, y expliqué algunas cosas al respecto. La posibilidad más concreta en la que podía pensar era en una autoedición, que no estaba en condiciones económicas de afrontar. Alguien preguntó cuánto; yo di una cifra estimada de lo que calculaba que hacía falta.
--Hacelo --dijo Martín--. Yo lo pongo.
--La mitad --dijo Guillermo--. Yo pongo la otra mitad.
Dije que no, que se dejaran de joder. Que quién lo iba a leer. Que no íbamos a recuperar la guita. Que autoeditarse era una muestra de vanidad, y que si no había publicado nada hasta ahora era porque no servía para eso. Algunos años antes había pensado en editar un libro, pero en ese momento ya no. Guillermo me dijo que escribía bien. Que el quería un libro mío. Insistieron. Insistieron tanto que no se dieron por vencidos hasta arrancarme la promesa de que lo iba a pensar. Nos habíamos vuelto a juntar para comer un asado después de quince años de no vernos, y me volví con esa propuesta tan absurda como irrechazable.
La risa de los pájaros salió ese mismo año. Al final yo también financié una parte con un préstamo familiar. Fueron 300 ejemplares de los que aún conservo casi un centenar. Las ventas de la presentación y las primeras semanas no alcanzaron para cubrir el costo total de la edición, pero por lo menos podía devolver lo que habían puesto Guillermo y Martín. No me lo aceptaron. Ninguno de los dos. Traté de guardarlo durante un tiempo para hacerlos cambiar de idea, pero antes de fin de mes el sueldo me había desaparecido y tuve que empezar a usar la plata de las ventas de libros para ir al supermercado. Al mes siguiente pasó lo mismo. Y un día la caja quedó vacía. Solía decir que me había dado el gusto de que la literatura le diera de comer a mis hijos por un par de semanas, pero en realidad habían sido mis amigos y mi familia. Este año, cuando gané un premio de novela que me significó, por primera vez, un rédito económico que realmente provenía de algo que había escrito, volví a insistir. Tampoco me lo aceptaron esta vez, y la negativa fue rotunda. Volví a gastarlo en otras cosas.
La deuda es grande. No la económica: la moral. El libro no fue un éxito ni mucho menos, pero creo que fue un digno primer libro que significó mi punto de partida para tomarme un poco más en serio. Se publicó una que otra reseña, me invitaron a leer en algún lado, surgió la oportunidad de publicar en algunos diarios o revistas. Cada vez que ocurría alguna de estas cosas me acordaba de ese asado y de lo absurdo que era pensar que todo había empezado así.
A veces me preguntan cuándo uno se siente escritor por primera vez y nunca sé qué responder. Se me ocurre que fue cuando sentí que me leían como escritor, y eso sólo fue después de aquel libro.
Se me ocurre, también, que la respuesta podría ser más personal e intransferible. Que a veces uno se siente escritor --o médico, astronauta, futbolista-- cuando tiene de esos amigos impagables, delirantes, maravillosos, que aparecen para darte el empujón cuando no te animás a saltar. Puede que no sea una definición tan concreta, pero es una que me gusta mucho más.
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