CONTRATAPA › EN VíSPERAS DE LA SENTENCIA
› Por Anahí Lovato
1. Postales
Una latita desvencijada hervía sobre la hornalla. Mi altura apenas me permitía alcanzar la línea de la cocina a leña, pesada y mítica.
No podés tocar, es peligroso, me apartaban los más grandes.
Fundían plomo en la cocina de mi abuela, en el campo. Plomo para hacer plomadas para ir a tirar unas líneas al Toba. Había llegado Fernando y los movimientos de la casa, en la siesta de San Roque, anticipaban la pesca.
El Toba hace un tajo desprolijo sobre la tierra del norte de Santa Fe. Entre los pajonales, sorprende con profundo pozos revueltos donde, con suerte, un pescador principiante puede hacerse de un surubí, un dorado, o un enorme moncholo. Ahí el agua es de un marrón profundo y, a fuerza de remansos, te recuerda que se ha tragado a varios cristianos.
En la siguiente curva del río, un gran banco de arena hace que el Toba sólo tenga unos pocos centímetros, que el agua sea muy clara, y que incluso pueda verse alguna raya huyendo de la orilla cada vez que algún paso vibra cerca. Por lo demás, todo es siesta, calor, viento norte y amenazas de yarará.
Así es la geografía indomable del Toba en el fondo del campo de mi tío Gerardo. O, al menos, así me la recrean los recuerdos infantiles, siempre un pelín magnificados.
Con un termo de tereré en la mano pasé, en esas orillas, del boguero a la línea, que es algo así como pasar de preescolar a la primaria en lo que a destrezas pesqueras respecta.
La llegada de Fernando cada verano era una fiesta, porque seguroseguro había excursión de pesca. En mi representación del mundo, cada visita de mi primo era también la certeza de una fuentada de turrón de quaker. No había chance: ese manjar de los dioses era patrimonio exclusivo del Fer, una caricia amorosa de la abuela Nelly que, a la pasada, me tocaba a mí también.
2. Sentidos
Recuperé esas escenas en una tarde de charla y mates, a 500 kilómetros de San Roque y a 20 años de los días de pesca y el turrón de mi abuela.
Ahora, que mi primo Fernando es testigo y querellante en la causa por delitos de lesa humanidad ocurridos en San Nicolás, donde las fuerzas genocidas conducidas por el Teniente Coronel Manuel Fernando Saint Amant le arrebataron a sus padres: María Cristina Alvira y Horacio Martínez, y a su tía Raquel Alvira.
Ahora me detengo a pensar que en mayo de 1977 yo no estaba en los planes. Que me dejaron sin los tíos, sin los primos por venir, sin los domingos de pastas en el campo con la mesa del quincho mucho más grande, mucho más concurrida. Pero que, al menos, a mí me dejaron el mito que voy construyendo con pedazos de historias. Les conozco los nombres, los rostros, las cartas, los chistes, el compromiso. Les conozco el amor infinito. A ellos, en cambio, no les dieron tiempo de pensar que yo existiría. Ni mis hermanos. Nunca supieron de nosotros.
3. Tiempos
A veces, me detengo a pensar cómo sería. De qué hablaríamos. Si hubiesen venido, por ejemplo, a tirarme huevos en la puerta de la Facultad cuando me recibí. Cosas así. Pavadas, de las tantas que no nos sucedieron nunca, con mucha gente, pero que igual imaginamos.
Esas preguntas me vienen lloviendo desde que empezamos el juicio. Ahora, que para muchos es tiempo de hacer balances sobre el año que dejamos, parece que para mí también es tiempo de pensar. Y de hacerse preguntas.
Tengo algunas imágenes nítidas, como las del comienzo del texto. Como postales, pero con olores, con sonidos, con sabores. Algo de eso las desbloquea, cada tanto. Que el viento de la calle me traiga el perfume de la colonia inglesa de mi abuela Nelly, por ejemplo.
Pienso, entonces, que yo no me daba cuenta. Que sólo me importaba el turrón de quaker, pero que, seguramente, la felicidad de mi abuela esperando cada año la visita de Fernando debe haber sido inabarcable. También la de Adriana, mi vieja, indudablemente. Y la de mi tío Gerardo.
Cada vez que tengo un ratito de esos de tiempo detenido, como los de la ducha, el colectivo o los minutos antes de dormir, pienso también en todo lo que habrá esperado que volvieran sus hijas. Igual que mi abuelo, que se murió mucho antes.
Después me doy cuenta de la importancia de la gente del aguante. De lo increíble que es que nos acompañen en todas y cada una de las audiencias, en Rosario o en San Nicolás, en pleno invierno o con el sol del mediodía de diciembre, con lluvias, en la vereda.
Jamás los había visto antes. Aparecieron la primera mañana del juicio con sus banderas, sus equipos de mate, y un tupper con torta. Y volvieron, sin falta, en todas las jornadas, con un bizcochuelo diferente, y con las mismas ganas.
Pienso entonces que si mi abuela hubiese estado, si el juicio hubiese comenzado antes, mucho antes, seguramente llegaría allí cada jornada. A los Tribunales, con su bastón y su tupper, para compartir pedacitos de turrón de quaker y mates (dulces, por supuesto) en la vereda.
Se acerca la fecha de la sentencia y, finalmente, entiendo que con semejante abundancia de amor, las cosas no pueden salir mal. Me preocupa no poder estar. Imagino los abrazos que vendrán y me dan ganas de meterme adentro. Me voy a ir pensando en el Toba, en San Roque, en mis abuelos, en mi vieja, en Fernando, en Gerardo, en mis hermanos y mis primos, en los que nos acompañaron en cada audiencia, en los testimonios y en la entrega de nuestros abogados y fiscales. Me voy a ir con la certeza de que mañana al mediodía, en Rosario, será justicia.
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