CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
En la pobreza de aquellos años señeros, tener una pelota de fútbol era el sueño acariciado pero tan lejano como la luna de cualquier chico.
Pero mi barrio la tuvo antes que nadie en el pueblo, por una circunstancia fortuita, porque los astros se movieron de tal modo para que ello sucediera que hoy me es grato recordarlo.
Un tío mío, residiendo en Rosario ganó en una rifa del Club Onkel una pelota de fútbol. En su próximo viaje al pueblo la depositó en mi mano con el agregado de un enorme inflador y un pico que lo conectaba a esa belleza de color amarillo.
Todo el barrio jugaba con ella, pero a mí me ponía un poco incómodo que armaran los partidos sin consultarme, que era el dueño legítimo del balón.
Y una vez que yo estaba jugando solo en la esquina tratando de remontar un barrilete un día de poco viento, cayó mi amigo Miguel Correa y me comunicó que en media hora empezábamos un partido. Me molestó y le pregunté, un poco amoscado.
--¿Y con qué pelota vamos a jugar?
--Y... --me dijo-- con la tuya.
--Entonces nos quedaremos con las ganas --contesté.
--¿Por qué? --preguntó asombrado.
--Porque mi papá no me deja-- concluí.
Eran épocas en que uno podía tirar hacia arriba las responsabilidades. Aunque ese día cuando vi que se congregaban todos mis desharrapados amigos no dudé y partí como un rayo hasta mi preciada pelota que yo guardaba celosamente debajo de la cama.
Una vez por semana le pedía hígado de vaca al carnicero don Benicio Ardiles y la untaba celosamente, como me habían recomendado mi padre y Toto Pugne, un zapatero que también se ocupaba de pegar parches a la cámara cuando aparecía una pinchadura.
Mi felicidad se completó cuando mi tío Kelo, el hermano viajero de mi padre, me trajo un día un equipo completo de Rosario Central, hasta con los botincitos que yo rápidamente pelé dándole de puntín (de uña, decíamos nosotros) a ese esférico demasiado grande para mis años.
Esa fue la primera y única pelota que tuve. Esa fue la primera pelota de cuero que el barrio El Jazmín disfrutó a pleno.
Con el tiempo y con el trasiego sucedió lo inevitable: la pelota se rompió al extremo de no poder ya arreglarla porque sus cascos estaban imposibles y dejamos entonces de usarla. Y cuando estábamos justo para volver a la modesta pelota de goma y aún a la nunca bien ponderada y humilde pelota de trapo, sucedió el milagro. Al Ñangá, es decir a Miguel Angel Gómez, el padre le regaló una hermosa pelota de cuero número tres, que colmó nuestra felicidad por un buen tiempo. Y cuando él conseguía el permiso para reunirse en nuestra cortada, ya que vivía como a cuatro cuadras, estábamos allí expectantes un buen rato antes. Y recién respirábamos cuando lo veíamos doblar la esquina de la casa de los Godoy y picando la maravillosa pelota luminosamente amarilla, producía una alegría que no por conocida era menos apreciada.
--Ahí viene Ñangá --gritaba el primero que lo veía. Y los más eufóricos ni siquiera esperaban a que se acercara, corriendo a su encuentro.
Ñangá era flaco, de piernas finas pero fuertes, muy nervioso, y cuando uno pretendía hacerle una broma o decirle algo que le molestaba, se ponía en guardia como los boxeadores, o alzaba sus dos manos hasta el rostro del bromista y le gritaba:
--Ñangá de acá. Suponemos hasta hoy que habrá querido decir salí de acá, pero le quedó el apodo como una estampilla pegada de aquel tiempo de alegrías fáciles y de sueños que tenían la factibilidad que tenían las mariposas para sobrevivir un día caluroso de verano.
Estos tiempos que yo vinculo con la segunda pelota que hubo en el barrio ya era un tiempo en que los mayores emigraban hacia otros intereses: noviecitas, naipes, bailes en el club y en los pueblos de los alrededores: Beravebú, Gödeken, Carlos Dose, Chañar Ladeado, San José de la Esquina, Arequito y la infaltable Colonia Hansen.
En este tiempo preciso es que quedó lo que sin exagerar podíamos asegurar que se conformó el núcleo duro del barrio El Jazmín y éramos siete, justo para un equipo quienes recorríamos el pueblo, jugando contra los chicos de otros barrios, llevando muy alto el honor de nuestro barrio con una historia y prosapia futbolística que debíamos defender a toda costa, para que los que venían detrás nuestro y que no eran sino unos párvulos sobradamente inocentes, pero no tanto como para no percibir que en esa etapa nosotros estábamos siguiendo la tradición en que debíamos ser imitados.
Con casi todos me he seguido viendo pese a que se han dispersado por muchos lugares y aún países.
De los siete falta uno, Juan Carlos, que murió joven.
Otro, Toto, se quedó en el pueblo y es el interlocutor infalible y memorioso para la anécdota menuda.
Del que nadie sabe nada es de Ñangá, por eso escribo estas palabras, que tal vez le lleguen a su inocente corazón de jazminero boquense y gritón, y puede conmoverlo para que se una nuevamente a nosotros.
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