CONTRATAPA
› Por Manuel Quaranta
Me siento a escribir en mi computadora alguna de las impresiones que ha dejado este año que va llegando a su conclusión --es maravilloso y espeluznante a la vez pensar que el 2012 termina y nunca más va a volver-- y se me ocurre de pronto que no debo ceñir el recuento a este año sino que la sensación que me atraviesa comenzó, en realidad, hace más tiempo, allá por marzo del 2008. Me siento, entonces, a escribir en mi computadora sobre un proceso que ha ocurrido sobre todo en mí durante estos últimos cuatro años y que puede resumirse con una sola palabra que creí que jamás ingresaría en mi vocabulario: ilusión.
Yo, justamente, un tipo que lee y admira a Sexto Empírico, a Nietzsche y en menor medida (leo) a Schopenhauer y a Freud se pone a escribir acerca del surgimiento en sus entrañas de algo contra lo que viene luchando desde casi su propio nacimiento: la ilusión. Aunque si pretendo ser más preciso debo agregar de un cambio posible. Sí, surgió en mí desde hace cuatro años, y ahora lo escribo: la ilusión de que un cambio es posible. Yo, que jamás había emitido un voto positivo desde que cumplí 18 años --salvo, recuerdo, a Patricia Walsh, en no recuerdo qué elección-- porque no creía que un cambio desde las urnas fuera posible me siento en la silla enfrente de la computadora a escribir que creo en la posibilidad de un cambio. No lo puedo creer: ¿qué sucedió en estos cuatro años para que un cambio de tal magnitud fuera posible? No, este no es el lugar apropiado para identificar y desmenuzar los sucesos que permitieron --en mí-- tal modificación, sin embargo es un espacio más que adecuado para dejar registrada una posición: me ilusiono con la posibilidad de un cambio objetivo de las condiciones materiales de los ciudadanos que siempre han sido atropellados y despreciados.
Claro, todo un riesgo la ilusión. Uno de los principales: "yo te dije, no querían cambiar nada"; frase presta a ser proferida por los que no se ilusionan más con nada y siempre, pero siempre, tienen todas las de ganar; ellos, los escépticos --no en sentido antiguo--, los conservadores, los desilusionados, yo mismo hace cinco o seis años, negando cualquier ilusión, incrédulo hasta el hartazgo de que un cambio fuera ser posible.
¿Por qué la resistencia a la ilusión?
Cuando uno se ilusiona pone en sí o en otro la esperanza de que algo especialmente atractivo se cumpla. Sin embargo al hacer esto un peligro --salvo que la ilusión se proyecte sobre un ser sobrenatural-- comienza a emerger cada vez con más potencia, más profundo incluso que la vergüenza del "yo te avisé" con el diario del lunes, un peligro inveterado contra el que venimos luchando desde antes nuestro nacimiento, un peligro al que desde hace cuatro años, por lo menos yo --e intuyo que varios-- estoy dispuesto hacer frente con las frágiles armas con las que cuento, un peligro que voy a escribir ahora, sentado en la silla frente al teclado de mi computadora pensando acerca de lo que ha dejado este año que finaliza y que nunca más va a volver, reflexionando también que no debo ceñirme al recuento puntual del 2012 sino que más bien tengo que ampliar el panorama y darle lugar a la sensación que me atraviesa de hace tiempo, allá por marzo o abril del 2008: lo más terrible de recuperar la ilusión es que se puede perder.
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