CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
20
Fue un beso colosal, una infiltración erótica, una lenta invasión morena. Ni siquiera se trató de un beso de despedida, un beso para dejar atrás el año. Tampoco un beso de bienvenida descorchado con ebriedad al paso de la cuenta regresiva. Se trató de una embriaguez inenarrable, de una niebla penetrando otra niebla, de un cuchillo desgarrando un espacio circular hecho a imagen y semejanza de la luna.
El segundo beso se quedó en la garganta. Bloqueó el aire. Crujían las arterias y el flujo sanguíneo se detenía para llegar al origen de todos los orígenes. Castigo maravilloso de no latir, no latir, no latir, hasta que la primera partícula de oxígeno comenzó la resurrección y el pecho se descontroló en una supervivencia erótica.
El tercer beso no podría haber sido más hondo ni más orientado a la pulverización de los malos recuerdos.
El cuarto beso arrancó el chirrido adherido a todas las cosas.
El quinto beso liberó las palabras enjauladas.
El sexto beso vino desde abajo, encendido y terso como una manzana, sin detenerse una sola vez a tomar aliento.
En el séptimo beso, los labios brotaron en jardines obscenos y recorrieron la extensión silenciosa, llena de oquedades movedizas, hasta perderse en la sombra.
El octavo beso llegó con su llave maestra. Rotó la lengua en la cerradura y se abrieron los portales. Toda la noche rotó la lengua. Huyó y regresó toda la noche por la misma puerta.
El noveno beso no quiso saber otra cosa más que de ese clamor, ese resplandor en la noche, ese errar hasta no hallarse en ningún otro sitio en que no estuviese perdido.
Los pequeños pájaros nacidos del décimo beso, se abrevaron en las aguas donde brotó la flor de la maravilla, capaz de calentar su voz suplicante.
El decimoprimer beso sólo buscó un lugar propicio para vivir y multiplicarse.
En el decimosegundo beso, la noche era toda blanca y la luna toda negra. Un muñeco de marlo, enloquecido, golpeaba las puertas redondas del universo; las luces del nuevo año se apagaban y se encendían; dos golondrinas apenas movían la cabeza escuchando la noche nueva.
El decimotercer beso se hizo doble y hermoso como un misterio.
El decimocuarto, sobrepasó el desamparo.
El decimoquinto, se llenó de acasos y desórdenes, hasta desnudar la desnudez, hasta aclararse y completarse, hasta dar por cierto que habría riesgos de seguir perdiéndose en su propia compulsión succionadora; hasta derrumbar los puentes falsos y erigir los puentes verdaderos.
El reflujo del decimosexto beso trajo consigo el fulgir untuoso, lava de un volcán erupcionado desde el silencio, encajes, jabalinas, dulce, taladro, lengua.
El decimonoveno beso se vio recompensado con creces, no sólo por sí mismo sino también por las correspondencias y los delirios.
Durante mucho tiempo el vigésimo beso fue el único destello de luz que hubo en ese dormitorio donde ni aire, ni miedo, ni tiempo había.
13
Trece veces los pies pisaron la nervadura de la noche sin hablar, sin recorrer palabras quejumbrosas. Pisaron la nervadura de la noche y nada más.
Trece aguijones dulces salieron de la penumbra, todos con afán de inyectar opacidad o sueños sobre las frentes cargadas de piedras.
Trece movimientos hicieron las trece hojas de papel negro pegadas en la pared con saliva y tela de araña.
Y los recorridos. Trece recorridos a veces a caballo. A veces, sobrevolando con un ala. A veces, en chino mandarín. A veces en picada. A veces siempre. A veces nunca. A veces.
Trece lluvias llegaron desde el fondo del tiempo y se derramaron en el fondo de la memoria.
Y la arena. Trece granos de arena construyeron trece desiertos inmensos, uno gobernado por la viviente incertidumbre; otro fresco y oscuro como la sombra de un árbol; otro cubierto por tu rostro; otro iluminado por una estrella colgada con hilo sisal en el vano de la puerta; otro amarillo como una lejana noche sin recuerdo; otro soñador y apacible, libre de violencias secretas; otro iluminado por fósforos y significados incomprendidos; otro habitado por trece murciélagos dorados; otro libre de escenas repetidas; otro lleno de libros; otro con toboganes que llegan hasta la luna; otro recorrido por un automóvil negro; otro donde se han abolido las cárceles y las cirugías plásticas pero abunda el aroma de los pinos.
Trece veces corrió el toro por el jardín, pisoteando las fresias y las cuatro patas se le llenaron de cuatro aromas, de cuatro colores, de cuatro suavidades y un rumor.
Trece veces corrió la mujer con un corazón en cada mano sobre un fondo amarillo de montaña. Dos hilitos de sangre caían desde la luna. Dos lágrimas de Dios rodaban por la ladera. Dos mitades de naranja derramaban la sed. Dos uvas moscatel embriagaban el viento. Dos bocas abiertas nombraban las cosas y un silencio nuevo se hamacaba fuertemente.
Y la luna. Trece veces la luna nos cubrió la piel con ese fulgor dichoso.
Trece recuerdos se encendieron debajo de la ceniza natal.
Trece lilas soltaron por su perfume por única vez, en medio de todas las veces.
Y los segundos. Trece segundos duraron toda la vida.
Y los deseos. Trece deseos se prodigaron a lo largo de la noche. A ninguno le faltó su perfume sexual y su ternura.
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