Martes, 22 de enero de 2013 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Para resumir, diría que soy una persona cuya experiencia no excede la de cualquier mortal excepto por ser ciego. A grandes rasgos, viví una infancia tranquila y una adolescencia sin sobresaltos y, como todos los hombres de mi época, me pasé media vida en cines, bares y trenes. Rosita, mi mujer, creía -hoy no le importa- que su Señor me quitó la vista para que dejara de atropellarme al mundo con mi dilatada impertinencia juvenil. Primero fueron cataratas y luego una complicación que sonaba a griego. A partir de allí todo se limitó a la radio y a libros en Braille que una biblioteca pública me envía y que me costaron mucho comprender.
No soy un ciego tonto, no teman. No busco respuestas a cosas que no me importaban antes y no veo por qué deberían importarme ahora. No soy un ciego de telenovela. Es más: no cambié mis hábitos más allá de lo razonable con excepción de intentar satisfacer novedosos impulsos sexuales que excedían los que había experimentado cuando veía y miraba. Al principio Rosita soportó estoicamente mis embates. Yo la imaginaba encantada, satisfecha por primera vez en su vida (su Señor no sé, a ése no logro imaginármelo). Pero cuando contrató una enfermera supe que estaba comenzando a hartarse. La enfermera era Claudia. No puedo decir demasiado sobre ella: nunca la vi (qué buen humor el de los ciegos). Pero llevo clavado en mi corazón el olor de un perfume que jamás había olido antes, ni en los miles de bares que pisé, ni en los cines que frecuenté desde lactante, ni en lo trenes que me mostraron el mundo. Yo lo llamé Aroma de Claudia aunque su nombre sonaba más bien a Pupur de Gumon, Parfam.
Supongo que mi cuerpo (sin sexto sentido, ni siquiera quinto) optó por rendirse ante algo que diferenciaba a Claudia de otra mujer. No sé, el amor es así de caprichoso: estaba yo en mi rincón y llegó Claudia para iluminar mis sombras. ¿Les gustó? A los hombres les digo: claro que era joven y estaba buena, si la acosaban aun estando yo presente. Esto no es el cuento "Los Anteojos de Poe" (otra demostración del buen humor de los ciegos: fue el primer cuento que me dieron a leer en Braille). Y era joven (tenía voz de joven; con un ciego no vale quitarse años). Fue mi enfermera con enseñanzas de Braille incluidas (ahora estoy en condiciones de enseñar a otros pobres ciegos). Confiaba tanto en ella que cruzaba la calle de su brazo aunque mi instinto me dijera que había coches tratando de matarme.
Imaginen mi cara de estúpido enamorado, el entusiasmo exagerado, el cuerpo en falso relax. Debo haber tenido un aspecto patético, tanto que Rosita creyó que estaba enfermando. Yo: más cara de estúpido y una mención a una clínica del interior. (Ciego hábil, contraté los servicios de una clínica de recuperación para borrachos y tarados en Colonia Venezia, el pueblo donde había nacido Claudia y al que no regresaba desde niña). A Rosita le encantó la idea de librarse de mí (a esta altura transformado en una máquina del amor) durante dos semanas que se transformaron en cuatro. No los voy a divertir gratis con el relato de cómo seduje a Claudia (que tuvo que acompañarme; enfermera a cargo de su enfermo). Diré: tren, mención mía al perfume, turbación suya, mano mía en su mano, mano de ella en la mía, mano mía en su rodilla, beso. De contexto: una gran apelación a su compasión y menciones tímidas pero inequívocas a mi voracidad sexual.
¡Qué lindo el interior de este país! Gente sana, mandarinas grandes como melones, automovilistas civilizados y nadie sabe quién carajo es Braille. Claudia y yo podíamos pasearnos de la mano como extranjeros; a ella nadie la reconoció. Así era nuestro amor (amor el mío, lo de ella un aburrimiento tremendo sin olvidar que en mi afán por retenerla le había duplicado el sueldo). Si se escribiera una canción sobre esta historia duraría diez segundos. Pero... la sinfonía de la vida reclamó su lugar y surgieron las líneas argumentales complementarias y los epígrafes. Sucedió una tarde (de dulces sonidos de paz prehistórica, aromas de árboles, flores y campos sembrados) en que un intenso olor a eucaliptus me recordó el aroma amado y a Claudia en la habitación. Abrí la puerta y corrí a su encuentro y -conejo que persigues zanahorias- donde estaba su perfume estaba la voz de Rosita. Rosita, sí, estaba Rosita perfumada con ese Pupur de merde, Parfam, que nadie debía llevar excepto Claudia, y que ahora llevaba Rosita.
Qué suerte que soy ciego y en esa habitación no había espejos. O tal vez había, pero qué suerte que soy ciego. Hubiera odiado verme el rictus que comenzó en sonrisa de conquistador y terminó en caíste en tu trampa ciego estúpido. Abandoné Colonia Venezia hecho una piltrafa. La máquina del amor era una carretilla oxidada y tenía la cara torcida, deslizada de izquierda a derecha menos un ojo que resistió cerca del centro de la cara, mientras que las orejas habían perdido su clásico paralelismo y el labio superior apuntaba al cielo, siempre. Por suerte Rosita consiguió un artesano que me construye anteojos asimétricos y de vidrios enormes donde supongo que la gente se peina o se endereza la corbata al reflejarse. Luego Rosita derivó el control de nuestros negocios (soy ciego pero no estúpido: vivo de rentas y mi humillación tiene un límite que yo marco) y a pesar de que tenía más tiempo libre mantuvo a Claudia bajo contrato.
A partir de allí ignoré quién era la que estaba a mi derecha o a mi izquierda, en la vida y en la cama (ya por entonces bebía mucho y a toda hora). Una vez dije mi amor y Rosita me gritó que no me haga el cariñoso. Una vez pedí que me prepararan el mate y Claudia me gritó que ella no era mi mucama (y eso que su sueldo se había triplicado). Como confabuladas, ambas me hacían el amor en silencio, y si bien era evidente que la mayoría de las veces se trataba de mi esposa por el simple derecho que le otorgaba el vivir todo el tiempo bajo un mismo techo, a veces me sentí confundido. Quizá se reían de mí. Rosita por venganza; los motivos de Claudia los ignoro.
A partir de que este lío finalizó, salí a la calle, me calcé el uniforme -el bastón-, me choqué a la gente, di lástima, y aseguré ante todo oyente que me gustaría recordar los colores. Soy un ciego. Claudia desapareció, así, sorpresivamente, y ya no era lo mismo. Siempre supe que la que estaba en mi cama era Rosita y mi apetito sexual disminuyó considerablemente. Rosita me tortura haciéndome el amor en mitad de la noche, lo que me hace sentir muy inválido. Creo que tiene un amante porque la he oído pronunciar otro nombre en sueños. Si la llaman por teléfono se comporta como si mi ceguera se hubiera prolongado a mis oídos. Me gustaría saber de Claudia aunque presiento que no me haría feliz. Rosita me confesó una noche, mientras me exigía una interminable satisfacción, que la había matado y enterrado en el jardín. No la creo capaz pero igualmente la sacó de mi lado. Ahora ya no usa Pupur a menos que planee salir. Tal vez su amante también sucumba ante aquel Aroma de Claudia que él llamará Aroma de Rosa o sencillamente Pupur.
Viví mi vida y mi cicatriz es esta cara que muestro. Debo estar bien feo, pero lo sufren los que me miran. En ciertos casos es mejor ser ciego. Otros dos ciegos del barrio me pasan a buscar por las tardes para ir al café. Ellos no se quejan; son ciegos de nacimiento. Cada tanto los convenzo de dar un paseo en tren. Los jueves le pido a Antonio, el mozo del café, que me lea las críticas de los estrenos. Adoré Entre Copas.
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