Jueves, 24 de enero de 2013 | Hoy
Por Jorge Isaías
"Las colinas piamontesas son pardas, amarillas y polvorientas, a veces verdes", le escribe en un perfecto inglés Cesare Pavese nada menos que al otro grande, Ernest Hemingway, y luego pasa a relatarle su conclusión del mito que siempre marca a un escritor en la infancia, según siempre repitiera. Y ahora he vuelto a él, para quien el estío es la estación más esplendente (de hecho tiene un libro que tituló El hermoso verano).
Con respecto a un paisaje (que iba a escribir mi tierra, pero me pareció excesivo) no podría suscribir sus palabras porque en este caso es siempre verde, con distintas tonalidades con que el sol lo viste. Pero es indudablemente siempre verde, ni un poquitín pardusco aunque se podrían compartir aquellos caminos polvorientos de mis pagos.
En aquellos tiempos yo podría haber suscripto la pasión pavesiana por el verano, que vista a la distancia fue una estación hermosa porque era el momento en que cesaban un poco las órdenes. No estaba la responsabilidad de la escuela y vivíamos, por así decirlo, en un puro abandono inicial.
Descalzos casi todo el tiempo, con un pantaloncito corto, un solo bolsillo posterior, como para un pañuelito, que era cosido por la diligencia de nuestras propias madres. Bolsillito que también protegía algunas bolitas, que regábamos al correr a menos que lo tomáramos con la mano derecha (tal la posición de dicho bolsillo), que nos hacía llevar de una manera incómoda esa presurosa carrera.
Vestidos así, a veces sin camisa y con un precario sombrerito de trapo iniciábamos las más inocentes travesuras que vieron aquellos tiempos llenos de incomodidades que no veíamos, carencia que no sentíamos porque todo era ilusión y ganas de correr detrás de los pájaros, las mariposas, tan libres pero tan tontas o tan ciegas, y otros animalitos inseguros, que en esos tiempos abundaban y que eran presa nuestra, como los sapos y los cuises. Y, en lo posible, la caza de una liebre esquiva.
Las reuniones sociales se hacían inevitablemente al aire libre, en especial en los días de carnaval que no puedo dejar de recordar con una especie de nostalgia, como si fuese un bien perdido. Desde el juego con agua durante las tórridas siestas en que nos perseguíamos a baldazo limpio, hasta el corso y el desfile de carrozas en el atardecer y los bailes que duraban hasta la madrugada, donde los mayores usaban antifaces y se tiraban agua perfumada, papel picado y serpentinas.
En nuestro club estos bailes se hacían en la cancha descubierta de básket y como aún no estaba el salón grande del cine y teatro, gran parte de estos bailes se veían desde un portón que daba (y da, porque todavía existe, no así la cancha de básket) a la esquina de la Escuela Nacional donde hice la primaria.
Muchas veces las mujeres de mi barrio, mi madre incluida, iban con sus críos a mirar desde ese portón de tejido cómo se divertía la gente. Y por lo que recuerdo no eran pocas las que iban a pispiar, como gustaba decir ella.
Y una noche en que las mujeres comentaban las alternativas del baile y miraban cómo se divertían y cómo los disfrazados hacían contorsiones, uno de ellos, con vestido de payaso y con una gran careta se acercó a nosotros.
Y empezó a conversar con ellas. Mejor dicho, se dirigía en un tono de reconvención como si entre esas mujeres hubiera alguna culpable. Enumeró sus desgracias, dijo que se había tenido que ir del pueblo y se identificó, y que esa huida se debió a que le habían hecho fama de prostituta a su madre. Aunque yo era muy chico, se me hacía evidente que lo hacía con rencor, con un resentimiento oscuro. Habló un largo rato. Nadie se acordaba de él y sólo una mujer comentó (al parecer conocía a la madre) que no estaba enterada, pero ahora gracias a la confesión briosa de este disfrazado (su hijo) se enteraba.
Muchas veces consideré de adulto esta anécdota y las notificaciones oscuras de este personaje que quizás no lo habría pensado, pero que tal vez un trago de cerveza lo motivó a hacer ese descargo que, salvo a él, a nadie interesaba. Y hoy, no sé de qué brasa tapada de ceniza aparece esta anécdota, y aunque recuerdo perfectamente el apellido del personaje, no lo diré, por una elemental delicadeza que él no tuvo hace sesenta años y necesitó emigrar y volver disfrazado para tirar su propio resentimiento a un grupo de mujeres que estaban con sus hijos y sus hijas allí inocentes y mirando serenamente cómo se divertían los otros.
Esa noche, con seguridad, estaría invadida de luciérnagas y los cascarudos se apiñarían debajo de la lucecita de la esquina con gran peligro de pasar a la fría garganta de los sapos, cuyo croar se cruzaría con el violín certero de todos los grillos del verano.
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