Lunes, 28 de enero de 2013 | Hoy
Por Dahiana Belfiori
Surco abisal en la tierra. Nudos, cayos, perfume de fibras musculares lisas y estriadas latiendo en el centro de gravedad de un cuerpo incómodo, libre. Su ojo es faro, pero no lo ve todo; intuye, la muy bruja, parpadeando el miedo que asecha a la vuelta de tu vejez. Abre y cierra su boca vertical, mostrando las uñas flexibles que no arañan pero señalan el ombligo, cicatriz primigenia, exhibiendo tu insignificancia de mosca. Desarticuladora del universo. No hay revés, ni derecho. No hay cielo. Da vuelta el calendario, lo estira, lo licúa. Propone sinsentidos, se evade. Tan vapuleada es su tierra, y ella te la enrostra, te expone a un careo infinito con la mugre que le metés hasta por los ojos. Mientras le incrustás la basura en el poro de la rodilla, ella te escupe sandías de chocolate por los senos. Te engolosina hasta el hartazgo la suerte chata de animal carnicero. Escabrosa faena resistir su propia piel, habitarla. Te lo dice sin asco y vos te lamés las heridas como perro distraído. Cruje, te hace creer que se quiebra y se debilita. Palmípeda descocada. Usurpadora de semánticas. Serpiente con patas, voladora. Mula, mulata, gringa, curandera, hechicera, sabionda, perseguida, liberada, encarcelada. Asesinada mil veces, mil veces renacida, se suicida la nuca cayendo del suelo al vacío interestelar. En los humedales, vuela liviana chorreando lodo. La arena ni se le pega ni se le desliza: se le queda sentada esperando algún atardecer de campo. Te ingenua, te pare, te soliloquia, te solivianta, te vuelve a ingenuar. Sonríe, la desdentada. Tarde o temprano te canta las cuarenta con su garganta vacía y su voz muda que no supiste decir. Y no hay cuarentena que te salve. El cadalso del tiempo hará su tarea. Eso que llaman vida, no es ni simple, ni lineal, ni ordenada. Eso que llaman vida se escabulle en el diván de tu psicoanalista y en sus palabras, las tuyas y las de ella. La diva se dispone plácida en el sillón de tu inconsciente y te baila los deseos en la lengua. Disloca, tuerce, desajusta la métrica de la razón instrumental, y también la otra. El deseo te llama desde abajo, siempre desde abajo. Y la vida, calamar de múltiples miradas y nariz sensitiva, te confunde los argumentos. Vos esperás en tu impavidez de creyente, como si su cabellera de puercoespín no te sacudiera el hábito con sus pinchazos en la sangre, que se produzca una iluminación, un despertar mental hacia el deseo. Nada más lejos, nada menos posible, nada. Luego queda abajo, ella se queda, y vos también. Sin deseo ni deseos. Apenas ven cumplida la tarea de romper con las pocas certezas neuróticas, el deseo y ella regresan con otra máscara, retorcida, desfigurada, o con aquella que te devuelve todos los días el espejo, ésa que sos, irreconocible. Una vez habían tomado la forma de un elefante que caminaba a paso firme sobre la calle de tu infancia, y te lo recuerdan en tu boca de asociaciones libres, sueños, y fallidos. Otra, habían tenido la osadía de convertirte en niño polígamo y políglota. Una más, cumplieron el sueño de irrumpir en plena misa y comerle al cura el cuerpo de Cristo y tu propio cuerpo abierto de par en par como si de una ventana se tratara. Y sí, capaz que de eso se trate. La ventana ya no podrá abrirse si no entendés, a tiempo, que es necesario construir una casa en el infierno, hecha de todos los deseos como ventanas se hubieran cerrado. Pero no sólo para mirarlos de frente.
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