Miércoles, 30 de enero de 2013 | Hoy
Por Mariana Miranda
Todavía me acuerdo de la imagen de Roberto, recortada contra la puerta, pidiéndote un cigarrillo... me parece mentira, che, que el tipo se haya muerto, parecía tan fuerte, tan vigoroso, tan pleno de salud... A veces las cosas pasan y uno no las puede prever ni dado el caso impedir y parece mentira que el destino de las cosas se nos escape, así, tan de zopetón, che, como si no fuéramos nada y todo debiera de obedecer a un designio divino... Suelen confundirse las hadas con las telarañas de sus deseos, suelen estropearse los duendes por andar tropezando con todo por ahí, sin fijarse por donde andan... Pero en fin, che, así fue como Roberto se nos murió, al principio fue sorprendente, pero después es como que nos fuimos acostumbrando... El tipo tenía, vealé, un humor de perros enjaulados... No es que uno diría se enojaba como cualquier otro; no, eso sí que no, se enojaba y era cosa de buscar donde guarecerse porque sabía ponerse bien fulero cuando estaba endiablado, sobre todo si tenía unos buenos tintos encima... Y sabía enojarse bien seguido, era su costumbre, como quien diría su hábito, era más de estar con los malos aires que con los buenos y, bueno, che, el tipo era como era, nadie lo podía cambiar...
El caso es que Roberto era del barrio, uno más de nosotros, el alma de la cuadra, como diría mi marido, curioso, chusma, malpensado, metiche, incluso hasta malparido como llegué a pensarlo siempre.
Tenía dos hijas, vea, una de quince y la otra de dieciocho casi, las dos muy guapas, muy bien calibradas, con el talle largo y dulce y las piernas largas y bien torneadas y los pechos enhiestos, eran casi como la maravilla del barrio, esas cosas que nunca nadie terminó muy bien de explicarse cómo dos criaturas tan extraordinariamente bellas habían sabido nacerse aquí. Pero pasa que se nacieron por estos pagos, y por más que nadie supiera muy bien explicarse cómo ellas hicieron su vida aquí, sabían ser muy serias y modositas, no se crea, eran de buenos aires, no como el padre, que sabía enfurecerse con todos y con cualquiera por nada que fuera demasiado importante... Algunas gentes decían que las chicas habían heredado el espíritu de la madre, que era un sol de luz, que sabía ganarse los favores de todos por nada y que todavía alumbraba sus destinos desde el más allá.
El caso es que las dos empezaron a cosechar, en forma indiscriminada, casi todas las miradas masculinas del lugar. Eso al padre supo ponerlo mucho más que furioso y por más que ellas no se dieran mucho con los muchachos del barrio, que eran muy del tinto y la cerveza y el potrero sino con los del centro que eran más del estudio, del cine y la biblioteca, supo alterarlo mucho; a pesar de su malhumor permanente y su andar rabioso fue más que evidente que el poder de atracción de sus hijas sobre los masculinos del barrio era lo que lo enfurecía a más no poder.
El caso es que de repente la más chica, que era una flor de bella, empezó a coquetearle sin razón a don Eusebio, hombre que si los hay, sabía tener el corazón enorme pero también las manos ágiles y el deseo acelerado. Además el susodicho estaba casado en segundas nupcias con doña Raquelinda, mujer muy poco agraciada pero por demás de jodida en todos los aspectos y en todos los sentidos...
La Tere, que era la niña, sabía pasarse horas enteras con el don, a veces en su casa, a veces en la plaza, a veces en las tiendas, en fin, en donde se pudiera. Si el señor había abusado de su virtud, era algo que qui lo sá, como dice el dicho, nadie podía constatarlo, pero no obstante esto, las voces del barrio empezaron a sonar. La gente es mala y comenta pero cuando todos comentan lo mismo, en general, no se equivocan... El caso es que el Roberto, che, con ese carácter de diablos con el que había venido a este mundo, no supo aguantársela, y salió como diablo que perdió el poncho a confrontar con el implicado. "Somos amigos, nada más", le había dicho la Tere entre risas y guiños de su hermana mayor. "¡Tá bien chula su niña, bien chulita!", no tuvo mejor idea que decirle al padre el don Eusebio, tan pagado y tan seguro de sí mismo, como siempre. "¡El que me toca las niñas muere!" lanzó Roberto abalanzándose sobre el hombre y pelando una faca que tenía bien guardada entre la ropa. La lucha fue una, el muerto también. Don Eusebio supo buscarle la vuelta y dominarlo, hurtando el arma de sus propias manos y ensartarlo bien, muy bien, clavándosela en la femoral. No hubo tiempo de nada. Cuando pudo llegar el médico Roberto estaba desangrado, con el último hálito de aire en los agotados pulmones. El velorio fue modesto, pobre diría. La mayor siguió, como pudo, viviendo sola en la casa del barrio hasta que un buen matrimonio con un buen novio supo sacarla de este barrio para siempre. A veces me acuerdo de Roberto, che, me parece mentira que el tipo se haya muerto, parecía tan fuerte, tan vigoroso, tan pleno de salud. A veces las cosas pasan y uno no las puede prever ni dado el caso impedir y parece mentira que el destino de las cosas se nos escape, así, tan de zopetón, che, como si no fuéramos nada y todo debiera de obedecer a un designio divino. Suelen confundirse las hadas con las telarañas de sus deseos, suelen estropearse los duendes por andar tropezando con todo por ahí, sin fijarse por donde andan. Todavía me acuerdo de la imagen de Roberto, recortada contra la puerta, pidiéndote un cigarrillo...
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