Viernes, 5 de abril de 2013 | Hoy
Por Víctor Zenobi
Desde un día del mortífero setenta y seis, en que tocó a mi departamento para pedirme unos libros de crítica que, según le habían dicho, yo tenía, tomamos la costumbre de encontrarnos con cualquier pretexto, dado que su situación era comprometida. Para colmo, tenía a su cargo las cátedras de lenguas clásicas en Humanidades, que desarrollaba sus actividades bajo la caución de una vigilancia recelosa que rondó los salones durante siete años. La aptitud era una cuestión por lo menos sospechosa, en el ambiente de entonces y la suya, que no pasaba desapercibida, debió sortear innumerables dificultades y hasta algunas situaciones riesgosas, que no compartía para no comprometer a nadie.
Una tarde de ese año, una tarde no parecida a otras, ya que se respiraba una atmósfera de insoportable indiferencia y clandestina represión en el ambiente, nos encontramos caminando por la plaza Suecia, mientras el sol del otoño entrañaba un aire de tímida liviandad que nos invadía. Yo ejercité mi vieja costumbre de sentarme sobre la hierba y ella hizo lo mismo, declarando la sorpresa de llevar a cabo un acto inusual o largamente olvidado. Sin quererlo, se rozaron nuestras manos y al instante nos besamos. Fue como si lo hubiéramos hecho desde siempre y yo, que tengo la mala costumbre de duplicar la vida con una entonación o una cadencia, dije: Amor, ch┤a nullo amato amar perdona. Dante está entre nosotros, agregué, para igualar o acercarme siquiera al conocimiento que ella tenía de la poesía y de la belleza y hasta quizá, que me considerara digno de ingresar en su mundo pleno de secreta intensidad.
Ella me enseñaba las lenguas clásicas que yo distaba mucho de aprender como debía, ya que me acosaba esa suficiencia de juventud que deja pasar las oportunidades aunque, en rigor de verdad, y a pesar de sentirme sumamente complacido, no podía eludir el sentimiento de que no rozaba siquiera su mérito. Sólo que ella estaba allí y yo no podía ni quería dejar desvanecer ese momento tal vez porque sentía que todo era una preparación para lo imprevisto o lo imperceptible, hacia lo cual de muchos modos somos arrojados. En ese momento, yo sentí algo así como que ella alentaba mi disposición hacia un idioma renacido entre los meandros de las desdichas y de los desengaños, con una voz que temblaba más allá de mí mismo, como si la escuchase por primera vez o como si brotase en el comienzo de los tiempos, presintiendo en el clamor o en la fuente de un inagotable murmullo, el misterio de todo lo creado.
Progresivamente, la tarde se hizo tenue a la vera del río y la noche incipiente que avanzaba, dando la impresión de desvanecer la realidad en la cualidad del ensueño. Para colmo, la luna, que parecía haber surgido de las aguas, sublevaba su redondez cercana, como un símbolo que se cierra sobre sí, tan estricto y reversible como una letra a su palabra. Durante un tiempo no necesitamos hablar, María se apoyó contra mi hombro y nos quedamos detenidos en una especie de estupor que solivianta la mirada, como si algo de nosotros no nos perteneciese, algo liviano y alado que inspiraba lo impensado o aquello considerado inalcanzable que se transforma en sí mismo. Pensé por un momento en la increíble potencia del amor, capaz de envolver los sentidos y adueñarse de los cuerpos, de nuestra visión del universo, con el increíble poder de su palabra. Desgraciadamente, teníamos que retornar. Por supuesto, al día siguiente, como hacíamos habitualmente, volveríamos a vernos, pero ahora, en ese momento, quiero decir, yo tenía la fuerte convicción de soltar las amarras; de que mi pasado y quizá el pasado y el presente de ella agonizarían en los subterfugios de la memoria. Sin embargo y a pesar de que los día sucesivos, nos encontraban en un solar de los alrededores, resbalando en el sudor de la intimidad que abre las puertas de múltiples enigmas, María proyectó una advertencia, como si fuéramos figuras en la simetría sagital de algún espejo. "Cuando esto se termine, quiero que no dejes de verme". No pude contener un reproche, que ella enmudeció agregando, que la diferencia de edad, conspiraba en su contra. ¿Atenuaba con eso, la exaltación excesiva que colmaba mis sentidos? ¿Lo que yo sentía como un don dispensado por el flujo del destino se transfiguraba en el reflejo virtual de un espejismo?
Al final de esa tarde, probablemente para calmar el atisbo de inquietud que me embargaba y mientras se arreglaba frente al espejo, dijo: "Veo dos soles y dos Tebas", evocando así el éxtasis dionisiaco de las Bacantes. Pese a escucharla, no pude inicialmente comprender el sentido, la verdad es que me encontraba fascinado, ahogado en el resplandor de su mirada que me transportaba a un tiempo tamizado y lejano en las escrituras de los textos más antiguos, incitándome al conjuro de lograr que lo imposible fuese. Sin darme cuenta, me encontré de rodillas, entrelazando mis manos en sus manos y escuchando la escansión de su voz que me arrastraba en la desmesura del deseo y aunque ya me había vestido, me sentí desnudo. Capaz de danzar hasta el desfallecimiento, hasta el límite fatal de la zozobra, la perenne tragedia cantada por los rapsodas.
Más tarde, abolido durante un tiempo, el curso habitual del tiempo, costaba volver sobre mis pasos. Creía haber atravesado un largo camino para llegar hasta allí, sin otro mérito que el haberme despojado de cuantiosas máscaras que ocultaron, cada una en su momento, las pulsaciones de una continua decepción. Ahora, todo era distinto, todo predisponía a interminables encuentros que no deseaba concluir porque cada uno, expandido, a hurtadillas, clandestinos o tibios al amparo de las sombras, fugaces en el resplandor de las mañanas, recuperaban una parte de mí mismo. Por desgracia, casi todo en la vida está destinado a concluir, de un modo u otro y quizá, una pasión deba sucumbir al realizarse, máxime si nos ha poseído con un delirio dionisiaco, lo cierto es que por distintas cuestiones y atravesada por compromisos inevitables, las consideraciones acerca de sus hijos, que la situaban al borde de una meditación que improvisaba alternativamente el azar, fue menguando el contacto, y en cada encuentro espaciado por la urgencia de otro tiempo y otro espacio, yo advertía una ulterior incomodidad alentada fuertemente por la culpa.
Corría el año ochenta y dos y el mundo infernal con nombres de calles rosarinas que habíamos habitado, se derrumbaba. Decidí adelantarme a "toda despedida" y fui purgando la osadía de haber ingresado en uno de los círculos de su intimidad y de su vivencia, era lo menos que podía hacer para atenuar el pesar de su anterior complacencia. En principio, dos o tres veces, dejé de llamarla, falté a algunas citas, avisándole minutos antes de la hora que habíamos previsto. Apresurándose para mi mal, que ahora se tornaba íntimo y secreto, una tarde de verano final, un reparo meditado secretamente y acallado en la vacilación de un propósito que se había tornado ineludible, atravesó nuestro encuentro que se abrió y volvió a cerrarse, tras el ostracismo del silencio. La vi alejarse con un énfasis de luz que reiteraba el énfasis de otro encuentro, bellamente desolada y última, envuelta en la cálida irradiación de la tarde, que se presentía como todas, fatal y descendente en el desierto mortal de mi calle. No sé cuántos años pasaron, una cierta soledad ancestral y eficiente en el secreto de mi intimidad se sublimó al rescatar lo que falta con la respiración de la poesía, que siempre me acompaña...
Por supuesto, siempre hay un tercero que predispone a la secreta comunión, comunicando a los hombres lo que se tiene en común sin consignar sus rasgos y al que llamamos mío o tuyo cuando en verdad sobrevuela torsionando un lazo sin saber de donde viene ni hacia donde va, pero, cuando al fin se encarna, te hace vivir lo que sabías sin saberlo. Basta un poco de tiempo y la herencia de todos aquellos que han sabido morir en su papel; de ahí que me renuevo reiterándome en lo mismo, descendiendo a la vivencia de un poema que nunca termino, envuelto en la nostalgia que despierta una música imprevista, surgida a pesar de los escarceos con que amenaza la posibilidad de otras borrascas: "Como gasto papeles, recordándote, como me haces hablar en el silencio, como no te me quitas de las ganas, aunque nadie me vea nunca contigo."
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